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El país|Domingo, 14 de febrero de 2010

Prepotencia

Por Horacio Verbitsky
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Cuando Kirchner se internó para la operación, el cardenal Jorge Bergoglio, presidente de la Iglesia Católica argentina, le envió un sacerdote para darle la unción de los enfermos. Si al comienzo de la vida se bautiza con agua, el final se conjura con aceite. El sacerdote extiende el óleo sobre la piel del enfermo y reza una oración para que Dios lo libre de sus pecados y así le otorgue la salvación, en el sentido religioso del término.

Con la guardia periodística en la puerta de la clínica, el país se enteró antes que la presidente de la presencia del enviado de Bergoglio, que no hizo el menor intento de contacto previo para saber si estaban interesados. Virtuoso del manejo mediático, Bergoglio creó así un hecho consumado dentro de su política de confrontación por viejos rencores ideológicos entre líneas internas del peronismo de los ’70, como las anacrónicas Guardia de Hierro y Montoneros. En tales condiciones, produjo un acto de prepotencia, irrespetuoso para el padecimiento de quienes atravesaban un momento difícil, que es lo menos parecido al consuelo. Un alto funcionario expresó en privado: “Ya que estaban hubieran mandado una corona”. Pero el gobierno se abstuvo de cualquier comentario público sobre este desdichado episodio.

El diario La Nación publicó dos críticas columas de opinión. Para Mariano De Vedia, “puede haber sido inoportuno el gesto de enviar un sacerdote, teniendo en cuenta la distancia pública que el ex presidente mantiene con la Iglesia”. Una fuente eclesiástica citada en la columna recordó que el apóstol Santiago recomienda en su epístola que el enfermo llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite, pero “en este caso no hubo ninguna llamada de la familia presidencial”. El jueves 11, en la XVIII Jornada Mundial del Enfermo, el papa Benedicto resaltó en la basílica de San Pedro el carácter voluntario del sacramento: “El enfermo debe ‘llamar’ a los presbíteros, que tienen que responder para llevar a la experiencia de la enfermedad la presencia y la acción del Resucitado y de su Espíritu”.

El más importante columnista eclesiástico del mismo diario, José Ignacio López, tituló su opinión “Traspié evangélico”. Según López, quien durante medio siglo ha sido asesor de la Conferencia Episcopal y es uno de los periodistas más considerados del país, la escena del ofrecimiento público de un servicio espiritual “no pareció precisamente evangelizadora”. Agrega que “algo falló porque lo que finalmente se compuso fue una sobreactuación [que] transgredió el celoso límite de la intimidad de una familia”.

Como reflejo de una tensa situación interna en el diario, donde el catolicismo liberal de los Mitre ha sido desplazado por una línea fundamentalista, afín al Opus Dei, esas columnas fueron refutadas desde un editorial titulado “Un estilo nada feliz”. No se refería al avasallamiento de la voluntad familiar descrito por De Vedia y López, sino al “muy desafortunado rechazo de los Kirchner”. Por el contrario, encomió una supuesta “delicadeza del arzobispo de Buenos Aires”. Dice que el matrimonio presidencial puede “ejercer el culto que le plazca, prescindir de exteriorizaciones de religiosidad y, desde luego, asumir algún grado de agnosticismo activo, incluso el más extremo”. Con esta descripción teórica niega la religiosidad católica de la presidente CFK, quien le contó al cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado del Vaticano, que posee una colección de rosarios. Por esa razón ha desalentado los proyectos de ley surgidos de su mismo espacio político que despenalizan a las mujeres que recurren al aborto.

“Lo que no es admisible es la destemplanza en los buenos modales y en la cortesía que se deben entre sí los individuos y las instituciones”, añade esa pieza de antología, que culmina con dos reflexiones asombrosas: “La primera, y por cierto obvia, concierne a la identificación del catolicismo con el historial del país. La segunda se refiere al catolicismo como parte del sistema nacional de valores culturales de la Argentina”. Reiterar la identificación entre nacionalidad y catolicismo que entre la segunda y la novena década del siglo XX abonó las prácticas más intolerantes es un retroceso de medio siglo en relación a la Iglesia universal, que abandonó esos planteos en el Concilio Vaticano II, y de treinta años respecto de la Iglesia argentina, que lo hizo en su documento” Iglesia y comunidad nacional”. En ambos casos, la institución eclesiástica tomó distancia de su rol tradicional como legitimadora del poder y de la fe como obligación. Uno de los principales documentos conciliares, “Dignitatis humanae”, dice que Cristo “dio testimonio a la verdad mas no quiso imponerla por la fuerza a los que la rechazaban”, porque esa sería una de las actitudes “menos conformes al espíritu evangélico, y hasta contrarias a él”. Como lo revelan los luego desautorizados columnistas de La Nación, dentro de la propia Iglesia produce rechazo ese desatinado intento de volver a postularla como sacristana de la autoridad temporal que sale en cruzada para forzar una verdad única.

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