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El país|Domingo, 4 de diciembre de 2011

Historia y revisionismo

Por José Carlos Chiaramonte *

El reciente decreto presidencial (1880/2011) que crea un Instituto del Revisionismo Histórico ha dado lugar a reacciones adversas por el carácter de los considerandos empleados en su creación, los que implican calificar a historiadores que pueblan los centros de investigación del Conicet y de las universidades, y que no participan de la corriente denominada “revisionismo histórico”, con el agraviante mote de “liberales extranjerizantes”. Por eso, dada la gravedad del hecho, que se acentúa por ser algo que proviene de la cúspide del Estado, me parece útil reflexionar sobre lo que implica el concepto de revisionismo histórico. Escribo esto porque, personalmente, me he preocupado frecuentemente en mis trabajos de investigación de intentar aclarar la naturaleza histórica de fenómenos como los que se denomina, con un término vicioso, “caudillismo”, así como los que conciernen a las relaciones del país con las metrópolis económicas, tratando siempre de hacerlo en la forma más seria que me fuese posible, eludiendo las deformaciones provenientes de los enfoques apologéticos de diversos personajes y fenómenos de nuestra historia. Y, por otra parte, me ha preocupado también los efectos políticos lamentables que esas deformaciones suelen alentar.

Todo historiador es cotidianamente revisionista. Por imposición de su oficio, debe revisar continuamente, a la luz de los progresos de sus investigaciones, los criterios de sus colegas y los suyos propios. Pero lo que se ha llamado revisionismo histórico es algo distinto. No es una nueva escuela historiográfica sino una nueva forma de uso político de la historia nacional como reacción contra otra anterior, pero similar por la intención política, aunque difieran radicalmente en los objetivos y en las figuras que promocionan.

Consecuentemente, nos ofrece una versión de la historia nacional e iberoamericana no menos parcial que aquella que critica. Es cierto que sus manifestaciones pueden estar basadas en loables sentimientos nacionales, sin que por eso deje de valer el viejo refrán de que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. Por otra parte, no está de más advertir que su aporte más llamativo, la innovación en el tratamiento de temas como los de los caudillos o los del gobierno de Rosas, ya la habían realizado historiadores profesionales de la llamada Nueva Escuela Histórica en las primeras décadas del siglo XX. Esos temas, además, continúan mereciendo serio tratamiento por parte de historiadores del Conicet y de las universidades, quienes están lejos de merecer los descalificadores adjetivos empleados en el mencionado decreto.

Esto hace recordar que uno de los principales rasgos del revisionismo histórico es una especie de nacionalismo que frecuentemente corre el riesgo de convertirse en un arma de discriminación e intolerancia. En la vida política latinoamericana, el nacionalismo, como se sabe, no es una postura homogénea ni se expresa en las mismas organizaciones. Una gran división es la que distingue el llamado nacionalismo de derecha –tendiente a la restauración de valores culturales de procedencia hispana y católica junto a la incorporación de posturas políticas provenientes de las corrientes europeas de derecha del siglo XX–, de corrientes nacionalistas calificadas genéricamente de progresistas. En el conjunto de la población que comparte sentimientos de solidaridad nacional pero que es proclive a políticas progresistas, el nacionalismo posee una fisonomía muy distinta y no intolerante, pero igualmente puede ser apto para dar acogida a erradas visiones de la historia.

Aunque parezca paradójico, una real defensa de los intereses nacionales en la arena internacional es incompatible con el nacionalismo ideológico. Este es una trampa en la que quienes quedan encerrados suelen terminar enfrentados a aventuras políticas dañinas de los intereses de una nación. Piénsese no más en la encerrona que la aventura de la invasión a las Malvinas implicó para quienes fueron atraídos por la retórica nacionalista. Pero, además, ese tipo de nacionalismo arroja el grave resultado de comprometer los imprescindibles vínculos internacionales positivos que todo país disfruta actualmente, por confundirlos con aquellos otros que sí pueden afectar los intereses nacionales.

Las primeras manifestaciones de peso del revisionismo se dieron en el clima político que el ascenso de regímenes dictatoriales en Europa generó en la política argentina. Uno de los ingredientes más destacados de esta corriente en esa etapa fue el fuerte sentimiento anti británico, un sentimiento latente a lo largo de toda la historia nacional pero que se mantuvo sin mayores repercusiones, salvo algunos incidentes de efectos transitorios como los ocurridos durante los gobiernos de Rosas y de Avellaneda. Estos incidentes no perjudicaron en ninguno de los dos casos la continuidad de las cordiales relaciones con Gran Bretaña, algo que le valió a Rosas el permanente reconocimiento de los comerciantes ingleses y la protección oficial británica luego de su derrota en Caseros, incluido su acogimiento en Inglaterra donde permaneció hasta su muerte.

Pero la debilidad de Inglaterra luego de la Primera Guerra Mundial comenzó a resentir las provechosas relaciones comerciales y financieras que el país había mantenido con ella hasta entonces, pese a rasgos imperialistas de la política exterior de aquel país. Y, sobre todo, el fuerte impacto de la política de carnes británica luego de la crisis de 1929 contribuyó a generar una amplia caja de resonancia para ese sentimiento que, visto en su conjunto, ofrece el triste aspecto de una reacción de despecho ante el desaire del antiguo amante. No es así casual que el libro que para muchos historiadores pasa por ser el manifiesto inaugural del revisionismo histórico, La Argentina y el imperialismo británico de los hermanos Irazusta, proviniese de dos historiadores que eran también ganaderos de la periferia afectados por las consecuencias del tratado Roca-Runciman.

Posteriormente, el revisionismo histórico dio lugar a una creciente versión “de izquierda”, cuando durante el exilio de Perón fue utilizado con un éxito que perdura hasta hoy para combatir a los enemigos del peronismo, atacando el panteón histórico que éstos construyeron acorde con el lema en auge de “la línea Mayo-Caseros”. De tal manera, las figuras reprobadas por aquéllos fueron elevadas a una dignidad merecedora de la construcción de un nuevo panteón.

Pero la historia como disciplina con objetivos científicos es la que busca dejar de lado las manipulaciones políticas o ideológicas –incluidas las que puedan portar los mismos historiadores– por más bien intencionadas que ellas puedan ser, para intentar lograr un mejor conocimiento del pasado. Es ésta, por otra parte, la mejor forma de servir los intereses de una nación, al contrario de los esquemas ideologizados que son propensos a alentar soluciones políticas desastrosas, como lo muestra la historia de las últimas décadas del siglo pasado. Lamentablemente, esto no suele dar muchos réditos, ni para la industria editorial ni para la industria política. Pero el desconocimiento y hasta el agravio que los considerandos del mencionado decreto 1880/2011 implican para una de las mejores facetas de la cultura nacional, integrada hoy en el Consejo Nacional de Investigaciones y en las universidades nacionales, es un lamentable desacierto para una política cultural que pretende fortalecer la nación.

* Historiador, director del Instituto de Historia Argentina y Americana Emilio Ravignani (UBA).

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