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El país|Martes, 22 de abril de 2008
La Ley de Abastecimiento, muy pocas veces usada

Máquina de disciplinar empresarios

Por Cledis Candelaresi

Para aplicar la Ley de Abastecimiento, con plena vigencia desde 1974, hacen falta algunas condiciones. Una: que haya una situación de crisis que justifique el uso de las herramientas previstas, como el control de precios o el decomiso de bienes. Dos: que exista voluntad política para emplearlas, tolerando el costo de enfrentarse con sectores de la producción. Tres: que exista una estructura estatal suficiente y entrenada para hacer todo esto.

La suba de los precios es una contracara casi necesaria de la escasez de bienes, sea cual fuere la causa de ésta. Por eso la ley 20.680, promulgada durante el último gobierno de Juan Perón, prevé en su artículo 1 la imposición de valores máximos, como un recurso para frenarlos. La lógica es que si esa suba se frena, se desalentará la retención de productos que pueden realizar los empresarios con el ánimo de promover esos aumentos.

A partir del artículo 2 se habilita al gobierno de turno a echar mano de distintas formas de intervención directa para garantizar el abastecimiento, incluyendo las sanciones al lockout patronal que lo produce transgrediendo la obligación legal de atender adecuadamente el mercado interno. Se contemplan luego las vías más extremas, como el decomiso de mercadería, que luego el Estado comercializa por las suyas, o el cierre de establecimientos. Una batería de penalidades previstas por la ley que pocas veces se utilizó con real éxito.

Durante el gobierno de Raúl Alfonsín, con Juan Vital Sourrouille al frente de Economía, una resolución estableció un mecanismo para que el Estado fijara precios máximos por sectores, que eran resultado de analizar en detalle la estructura de costos de los productores. Bagley fue clausurada por no respetar los topes impuestos con esa metodología.

A pesar de los rigores de la hiperinflación de 1989, Carlos Menem impulsó la suspensión de la Ley de Abastecimiento a través de un proyecto de ley que murió en los cajones del Congreso y por eso dejó en plena vigencia la norma. Al menos desde el punto de vista oficial, en el medio del paro agropecuario sólo hubiera bastado determinación oficial para hacer el intento de llenar las góndolas por la fuerza. Otra cosa es tener también la logística y otros medios requeridos para la tarea.

La preocupación de Guillermo Moreno respecto de la carne es entendible, si se considera la alta ponderación que tiene en el Indice de Precios al Consumidor (10 por ciento del IPC). Y resulta aún más clara si se piensa que los precios de referencia en el Mercado de Liniers fracasaron tanto como los “acuerdos” para limitar en dos ocasiones el valor de los cortes populares y que, desde la lógica de mercado, aquello ocurre porque la oferta es insuficiente.

Para domesticar el precio de la carne –que sube más cuando la oferta es insuficiente, pero que no baja en la proporción esperada ni cuando el mercado se atosiga de cabezas–, los valores máximos deberían imponerse sobre toda la cadena, desde consignatarios a carnicerías, estrechando la mira en lo frigoríficos. Pero la misma extensión deben tener luego los controles gubernamentales para constatar que, efectivamente, aquellos topes se respeten.

El desmantelamiento de algunas estructuras estatales que se operó en los últimos años puede jugar en contra de ese cometido. La Secretaría de Comercio Interior fue reflotada recién con el gobierno de Néstor Kirchner y no tiene un staff tan nutrido y especializado como requeriría una fiscalización exhaustiva. En este cuadro, la Ley de Abstecimiento es más una herramienta de presión política para forzar una negociación que un instrumento real para disciplinar a los productores con una embestida masiva.

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