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El país|Martes, 17 de septiembre de 2002
PERFIL DE UN HOMBRE QUE SUPO COMBINAR EL AMOR Y LOS NEGOCIOS

Un menemista apto para todo terreno

”La gente más importante del mundo es bodeguera”, explicaba Carlos Spadone el negocio chino que había hecho comprando la parte mayoritaria de la bodega Menem, más que nada un favor a su amigo Carlos, por entonces un presidente de salida con dificultades para explicar su nivel de vida. Porque si hay algo que Spadone siempre fue, es menemista: conoce al riojano desde 1969 cuando sus destinos se cruzaron en un congreso del PJ en Lanús. Al ascenso de Menem como político, Spadone lo acompañó con una ambiciosa carrera empresarial en la que acumuló todo lo que pudo. Desde aquel galpón en el que fabricaba lana de acero con su hermano Lorenzo llegó a convertirse en un pequeño magnate con intereses en rubros tan diversos como alimentos, espectáculos, turismo y medios de comunicación. Pero la plata grande, como casi todos, la hizo con el Estado.
Justo ayer Spadone cumplió 65 años. El juez federal Jorge “Pati” Ballestero –quien alguna vez supo enfrentar a Menem en una cancha de tenis– lo obsequió con un falta de mérito en la causa por la leche podrida que lo preocupó durante once años. Esa causa le hizo decir que nunca volvería a la función pública y que, en cambio, se preocuparía por comprar un diario, porque “si yo hubiera tenido un diario esto no me pasaba”, tal el concepto de periodismo de Spadone.
Pero, antes de Menem y la leche, hay una prehistoria. Spadone es hijo de una pareja de inmigrantes italianos radicados en Mendoza. Su padre, dueño de un almacén de ramos generales, consiguió reunir algunos ahorros que terminó perdiendo en negocios desafortunados en Buenos Aires. Los hermanos Spadone debieron remar solos y comenzaron con la lana de acero y aquel modesto galpón en Almagro. Les fue muy bien: 15 años y varias fábricas más tarde crearon su propio grupo empresario. Después compraron Virulana y se quedaron con el monopolio de la lana de acero, el origen de su fortuna.
La política transitó por caminos paralelos. En 1969, Carlos llevó a su familia a Madrid. Gracias a los oficios del sacerdote Pedro Ricard, pudo ingresar a Puerta de Hierro y compartir horas de charla con Perón. En 1971, por sugerencia del general, fundó la revista Las Bases y dos años después, junto a Menem, crearon el Ente de Instituciones, Dirigentes y Empresas. Cuenta la leyenda que fue en la casa de Spadone, en Lanús, en donde Menem escribió el discurso que leyó en el entierro de Perón.
Los negocios y la política se mezclaron. Paradójicamente (o quizá no tanto) fue el radicalismo quien le dio la posibilidad a Spadone de anudar pingües negocios con el Estado: en las cajas PAN se repartían sus fideos, harinas y lentejas. Eso no impidió que en la campaña del ‘89 el PJ usara como sede oficinas de su propiedad. Dueño de varios teatros importantes en Mar del Plata, Spadone conseguía que el pintoresco precandidato Menem se encontrara, como quien no quiere la cosa, con rutilantes estrellas del espectáculo, cuestión de ganar centimetraje en las revistas.
Con Menem en el poder, Spadone ocupó dos cargos oficiales: secretario presidencial con rango de secretario de Estado y la titularidad de la Comisión Nacional por la Paz. “Por estar tan cerca un día me quemé”, resumiría luego Spadone su relación con el gobierno. Funcionario y proveedor del Estado al mismo tiempo, en noviembre del ‘91 recibió prisión preventiva porque su empresa Summun fue acusada de vender leche en mal estado. De un día para el otro cayó en desgracia en el entorno menemista. En el casamiento de su hijo mayor, las principales sillas quedaron vacías.
Tuvo que esperar unos cinco años, alguna resolución judicial favorable y la reelección de Menem para volver a los primeros planos. Spadone dijo que nunca dejó de frecuentar al presidente. “Cuando yo llego a Olivos o a la Casa Rosada me abren la puerta y nadie me pregunta adónde voy”, se jactaba. Después se dio los lujos que quiso. Se asoció a Menem en la bodega familiar al comprarle las acciones que tenían sus hermanos Amado y Munir por 650 mil dólares. Y, como había prometido, compró su propio diario. Pero con el vespertino La Razón se mostró mejor empresario que periodista. Primero, al convertirlo en el primer periódico de distribución gratuita. Segundo, en el 2000, con su venta al Grupo Clarín.

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