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El país|Miércoles, 16 de julio de 2008
El viaje en micro de ruralistas desde Gualeguaychú

Tour a la Capital

Por Emilio Ruchansky
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Las chicas de la Sociedad Rural organizaron el viaje en micro.

En la plaza más antigua de Gualeguaychú, frente a la Catedral de San José, un centenar de personas vacila alrededor de cuatro micros. Son las 8 y nadie sabe a cuál subirse. Pero no hay apuro. Los mayores toman mate y saludan, los jóvenes aprovechan para comprar cigarrillos a escondidas, como si se fueran de viaje de egresados. Días antes, Jorgelina y sus amigas de la Sociedad Rural habían hecho circular en la radio local el número de un celular para reservar un asiento gratuito, consignando nombre y DNI de los pasajeros. Según los registros de las organizadoras, la noche previa al acto en Buenos Aires sólo quedaban dos lugares en el último micro de dos pisos de la empresa El Nuevo Expreso. Tres coches más pasarían por Urdinarrain, Larroque y Gilbert y se encontrarían en las afueras de Gualeguaychú para sumarse en caravana. El resto va más tarde y en auto.

Adentro, en la parte trasera del último coche, una barra de amigos que se conocen de la estancia Teyú-cuaré se ríen de todo. Hasta de decir “presente” cuando Jorgelina toma lista. Hay siete asientos vacíos en el fondo. “Falta gente porque en Buenos Aires los están asustando, cuando fuimos a Rosario llenamos diez micros”, acusa Ignacio, el más joven de la barra, un pelirrojo con la cara poceada por la viruela y que cambió su trabajo de peón en la estancia de los Von Buchholz por conducir ómnibus de larga distancia en Flecha Bus. A su lado, Gustavo agrega que “por miedo” prefirió que ni su mujer ni su hija viajaran con él después de “la represión” de la Gendarmería el 14 de junio.

“¡Qué mentiroso!”, se oye desde otro asiento. Gustavo se ríe. Todos usaron la misma excusa para ir solos, como cuando comen asado o van de pesca. “¿Qué significa Teyú-cuaré?”, pregunta PáginaI12 al grupo uniformado con zapatos, jean y camisa a cuadros. “¡Don Carlos!, dígale usted que sabe guaraní”, grita Ignacio. “Cueva de lagartos”, dice un señor, el mayor de todos y el único que viste y luce como paisano: mostacho, sombrero negro, botas de cuero hasta la rodilla, bombacha y camisa lisa. Los muchachos lo tienen de punto, tal vez por ir al acto junto a su familia.

“¿Tendremos que reprimir Don Carlos?”, lo carga Gustavo, quien le recrimina, como si hablara con la Presidenta, que perdió su bandera argentina cuando la Gendarmería desalojó el corte de ruta llevándose a upa a varios productores rurales. “Perder la bandera es perder todo, la bandera es la vida”, sentencia Don Carlos. Enseguida lo incitan a dar conferencias, como si fuese “Alfredito” De Angeli, el mediático dirigente de la Federación Agraria Argentina. El hombre se hace el sota y sigue hablando con su mujer.

Aunque los peones, algunos de ellos tractoristas, prefieren hablar más sobre sus celulares nuevos que sobre el conflicto por las retenciones, quieren dejar en claro que los que van al acto del Gobierno, en su mayoría, son “patoteros” pagos. Según Ignacio, el flaco pelirrojo, en la Plaza Ramírez en Gualeguaychú, donde se juntaron los simpatizantes kirchneristas, “había cinco micros y salió sólo uno”. La mayoría de sus compañeros, cuenta Ignacio, no tiene casa. Trabajan y duermen junto a treinta familias en la “Cueva de lagartos”, una estancia con ocho mil hectáreas de tierra, ubicada en el kilómetro 84 de la ruta 14.

“¿Y a dónde van cuando se termina de levantar la cosecha?”, consulta este cronista. “Sobra trabajo en el campo porque los peones estamos mal pagos, es una vida muy sacrificada”, contesta el pelirrojo, “yo cuando veo a los choferes quejándose por el trabajo les digo que no es nada, que no tienen idea de lo que es trabajar 14 horas al sol o en medio de una helada”. Ignacio asegura que compartió largas jornadas nada menos que con De Angeli, hace 8 años, manejando sembradoras en campos de Alfredo Yabrán. “Cuando terminábamos todo el trabajo, nos íbamos a vivir a casillas de chapa o en campamentos”, rememora. “Hoy un conductor con 20 años de antigüedad gana cuatro mil pesos; un jornalero, entre 900 o 1200 pesos”, dice feliz el pelirrojo, que de a ratos le indica a Gustavo a dónde van las rutas que se abren en el camino.

En un parate en el medio de la ruta, a sólo una hora de Capital Federal, los manifestantes bajan de los siete micros para cargar agua caliente o ir al baño. Don Carlos fuma al costado del micro y hablando bajito confiesa sus ganas de visitar Buenos Aires. Hace más de 30 años que no vuelve. “La última vez que pasé fue cuando hice el servicio militar en La Plata, cerca del Parque Iraola”, apunta el paisano. A diferencia de la mayoría, chusmearía después el pelirrojo al retomar el viaje, este hombre pudo comprarse una casa luego de que lo despidieran de El Potrero, una estancia 25 mil hectáreas “con iglesia y colegio adentro”. Los peones tienen prohibido cazar ciervos y Don Carlos mató uno y se lo encontraron. Hacía más de veinte años que estaba en esa estancia y si no fuera por la indemnización, dice Ignacio, “nunca se hubiera podido comprar un lugar para vivir”.

Sobre la autopista Panamericana, a poco de llegar a la concentración citada en Palermo alrededor del Monumento de los Españoles, el grupo de los muchachos del fondo mira asombrado por la ventana, saluda y hace chistes a los conductores que van a la par, como si viajaran en un micro escolar. Al bajar, en la Avenida del Libertador, Don Carlos mira los edificios descomunales que se yerguen alrededor del escenario montado para el acto. Son las 12.30 y ya hay casi cinco mil personas acomodándose para un acto que comenzará en cinco horas. La columna de Gualeguaychú es recibida con aplausos. El pelirrojo, Gustavo y los otros muchachos se pierden en la multitud; Don Carlos toma las manos de su esposa y su hija y va directo al puesto de choripanes. Pregunta los precios, frunce el mostacho y se resigna. Le alcanza para pagar una sola ronda y la tarde recién empieza.

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