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El país|Miércoles, 20 de agosto de 2008
Opinión

En tela de juicio

Por Mario Wainfeld
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La tradición del derecho argentino abreva en el derecho romano y en los códigos napoleónicos, pródigos en papelería y formalismos. Verba volant, scripta manent (las palabras vuelan, lo escrito perdura) predicaban los jurisconsultos del Imperio, que desconocían la filmación, los videos y los DVD. Su criterio, histórico y situado, se repetía con enfático anacronismo en las facultades argentinas de Derecho dos mil años después. El juicio oral, bastión de los sistemas jurídicos sajones (amén de musa inspiradora de docenas de películas de culto), era menoscabado y por ende ignorado en este confín del Sur. El proceso oral y público es, empero, un formidable formato democrático que fue emergiendo en el último cuarto de siglo.

El juicio a las Juntas de Comandantes fue el precedente pionero, más allá de que se vetó su televisación en directo y se mezquinó la diferida.

La causa que investigó el asesinato de María Soledad Morales fue la primera transmitida en directo con picos notables de rating. La difusión nacional minó la impunidad de las autoridades locales. Las fronteras geográficas fungen a menudo como murallas que preservan privilegios e inequidades. La crueldad del homicidio, la trama de poder se conjugaron con la picaresca de Pago Chico y el protagonismo de un juez tan “maldito” como pintoresco, Alejandro Ortiz Iramain. Hubo de todo, hasta una nulidad absoluta, condenas severas, un formidable efecto dominó en la política catamarqueña. Fue hace añares, también valió como debut de la tevé por cable.

Los juicios contra Julio César Grassi y contra los presuntos responsables de la tragedia de Cromañón arrancaron al unísono por casualidad pero nada tiene de azaroso su coexistencia. Reflejan fenómenos de época potentes y contradictorios. No son un dato exclusivamente local, para nada: se asocian a la hiperpresencia de los medios y a la puesta en cuestión (parcial, más vale) de ciertas formas de dominio, que persistieron durante siglos.

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La dimensión de la tragedia: El estrago del boliche Cromañón, que dejó 194 víctimas fatales, jóvenes en su inmensa mayoría, no podía sino detonar consecuencias memorables en una sociedad llagada por los derramamientos de sangre encarnizados generacionalmente. Miles de víctimas las sobrevivieron, las que zafaron de la muerte en el lugar, los familiares y amigos desolados por la magnitud de la pérdida.

La movilización de los perjudicados hizo suyas tradiciones propias de la brega por los derechos humanos: los símbolos, las velas, la enunciación de las víctimas y los ulteriores “presente” o “ahora y siempre”. Debatir acerca del rigor de ese imaginario es un ejercicio factible pero condenado al fracaso: las evocaciones sociales son complejas y rumbean por vías intrincadas.

Las secuelas políticas de la tragedia están cerca y son, en sentido estricto, memorables. Un trámite parlamentario tumultuoso, afeado por arrebatos de violencia de una minoría de familiares pero en sustancia lícito, derivó en el juicio político y la destitución de Aníbal Ibarra. Es un suceso inusual en el mundo occidental, único hasta donde llega el saber del cronista. No es exótico en la lógica de la política argentina, signada por el peso de la revuelta callejera, la intransigencia de los actores y una excitada ansia de reparación.

También hubo ingredientes más mundanos, realpolitik en bruto. El jefe de Gobierno destituido pagó carísimo su falta de armado parlamentario, su peculiar estilo de acumulación “a pura opinión pública” sin mediaciones. En la era de la atonía de los partidos, Mauricio Macri contaba con uno de rango mediano, disciplinado, con un bloque de diputados verticalizado que jugó en equipo. Sus intereses se conjugaron con los de los familiares de las víctimas. Desaguisados del ibarrismo y el kirchnerismo, que no pudieron alinear su menguada tropa, terminaron de sellar un resultado tan brutal como previsible.

El revés parlamentario tiene algún parentesco con el padecido por el kirchnerismo en el Senado, más allá de diferencias patentes, entre ellas la endémica soledad legislativa del ibarrismo versus el poderío desflecado del Frente para la Victoria.

Las consecuencias políticas fueron enormes, leídas en la relativa perspectiva que habilita el corto tiempo transcurrido. La defenestración de Ibarra disiparía, con el correr del calendario, las dudas hamletianas del ex presidente de Boca: su futuro inmediato era comunal y no nacional. Ese gambito le valió una victoria amplísima en la Ciudad Autónoma y seguramente también facilitó la generosa ventaja que obtuvo Cristina Fernández de Kirchner en las presidenciales.

La estrella fugaz de Jorge Telerman fulguró en las alturas. Tal vez pudo llegar a ganar el año pasado, con operaciones menos autocentradas del kirchnerismo, comandado en el distrito por Alberto Fernández.

La destitución de Ibarra averió al, de por sí frágil, proyecto transversal. Al fin y al cabo, se trataba del aliado potencial con mayor poder territorial, calidad muy preciada por Néstor Kirchner. La hoy menguante Concertación Plural, no nata en aquel entonces, avanzó dos casilleros sin saberlo.

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La voz de la calle: El activismo militante de minorías vivaces capaces de ocupar el espacio público y de suscitar la atención (y a menudo la empatía) de los medios es una constante de la última década. Esas “minorías intensas” fueron en sus inicios emergentes de sectores sociales segregados e invisibilizados. Los resultados a que accedieron, su posibilidad de “hacer agenda” y de conmover a los poderes públicos fueron muy superiores a los imaginables por vías institucionales. El método fue capturado por personas o colectivos de sectores medios, más afines a la estética mediática, que muchos cronistas confunden con la ética o aun con la verdad.

Desde 2004 para acá, en poco más de cuatro años, abundan ejemplos de esas minorías intensas que incidieron en la historia: Juan Carlos Blumberg, los familiares de Cromañón, los ambientalistas entrerrianos y (¿por qué no?) el campo. Dotados de más poder, de mayor capital simbólico que los piqueteros originarios y muy subsidiados por el apoyo mediático se hicieron sentir en el ágora.

El repaso es sugestivo para reconsiderar un mito urbano del siglo XXI: el gigantesco poder de Néstor Kirchner. Si bien se mira, por lo menos tres de las cuatro movilizaciones mencionadas (el dolido padre de Axel, Cromañón, las entidades agropecuarias) funcionaron como opositoras e hicieron buen pie. La única excepción podría ser Gualeguaychú, aunque vale puntualizar que el oficialismo no generó la movilización. Tras toparse con ella, trató de conducirla y contenerla al mismo tiempo. La legislación penal se agravó con marcado tono inquisitorial, Ibarra fue removido, la política exterior se supeditó al asambleísmo comunal... En esas situaciones previas, el kirchnerismo evitó el topetazo frontal: negoció, concedió, cabildeó o (en el juicio político a Ibarra) cejó cuando no cabía otra. Hizo política, por decirlo de modo charro. Con “el campo” eligió la costosa lógica de la confrontación plena, la fantasía de “la madre de todas las batallas”.

En todos los casos, la movida callejera o rutera hizo valer su derecho de expresión. También avanzó sobre libertades públicas, en un crescendo que se hizo desmesurado en la crisis “del campo”, caracterizada por las medidas de fuerza más lesivas de la historia argentina. El poderómetro dominante no da cuenta de esas relaciones de fuerza, embelesado con la supuesta “hegemonía” del gobierno, hipótesis funcional a los poderes fácticos y a la narrativa opositora.

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Rosas y espinas: La dramatización del proceso oral aproxima la administración de justicia a los profanos, con los riesgos de toda divulgación pero también con las ventajas de la visibilidad, condición primera de la democracia de masas. Se supera la valla de lo enigmático, cara a las corporaciones. La jerga profesional, críptica y excluyente, debe ceder paso a registros amigables para los legos.

El tránsito no es pacífico ni exento de peligros. En los medios argentinos prima, para las generalidades, un extendido predominio de la corrección política. Esa pátina se desbarata muchas veces por cien caminos: el machismo, el individualismo feroz, el racismo meten la cola acá y allá a despecho del discurso formal. En materia jurídica, los arrebatos informativos ponen en jaque los pilares del sistema penal: la presunción de inocencia no integra el patrimonio de muchos comunicadores. Una sospecha se homologa a una condena, una decisión de primera instancia apelada a una definitiva. Un prontuario frondoso prueba, per se, la comisión de otros delitos, en especial el que pone en vilo a la edición de la tarde. La prisión preventiva es una exigencia imperativa en todos los casos. La semilla de Blumberg germinó: se reclaman sanciones desmedidas para casi cualquier delito, sin evaluar las lógicas proporciones. Comparado con la media de los emisores nativos, Cesare Lombroso sería un tímido procurador garantista.

El proceso electrónico avasalla garantías básicas. En el juicio al cura Grassi se evita la transmisión para no exponer a menores que son supuestas víctimas. La tele, la radio y aun los diarios compiten en violar la ley mostrando hasta la crueldad a menores concernidos por crímenes atroces.

Quizás exista en el futuro más introspección de los medios y también de tantos jueces, fiscales, abogados y policías que aportan lo suyo a esos mecanismos chocantes con la busca de justicia. Tal vez eso nunca ocurra y el avance siga embarrado con vicios propios de la aldea global.

Eppur, si muove. La publicidad de los actos de gobierno es un pilar del sistema democrático, con sus más y sus menos. El silencio y la oscuridad nunca son salud.

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