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El país|Sábado, 14 de noviembre de 2009
Opinión

Un lugar en el mundo

Por Washington Uranga

Los obispos católicos sumaron su voz al coro de quienes vienen advirtiendo sobre la amenaza de la conflictividad social. A favor o en contra de ellos –depende del lugar desde donde cada uno quiera mirarlo– hay que decir que las afirmaciones de la jerarquía episcopal no son nuevas en ese sentido. Varios documentos anteriores y declaraciones de connotados voceros del Episcopado se han referido desde tiempo atrás al mismo tema. Y más allá de las manifestaciones públicas, quien tenga la posibilidad de recorrer pasillos de algunas curias o despachos eclesiásticos podrá escuchar –en diferentes tonos y con distintos matices– que la preocupación por la falta de diálogo social y político está presente en las agendas episcopales.

Nadie podría poner en duda lo genuino de la preocupación ante una sociedad sometida a la agitación y al conflicto permanente. Se puede sostener que el conflicto es parte del dinamismo histórico y como tal hay que reconocerlo. Negar el conflicto es negar la realidad misma. Distinto es adoptar la confrontación como único método para alcanzar los objetivos propios. Algo de esto también está en el documento episcopal difundido ayer. Vale también destacar la reafirmación que hacen los propios obispos de las instituciones republicanas y del camino democrático para resolver los conflictos y las diferencias. En ese sentido, el discurso de este Episcopado se diferencia de manera clara de los pronunciamientos de la jerarquía católica que antaño crearon condiciones para los golpes de estado y terminaron legitimándolos.

El documento episcopal es, una vez más, una crítica directa a todos los actores sociales, en particular a la dirigencia política y al Gobierno, aun cuando a este último se le da el crédito por haber avanzado en algunas políticas tendientes a combatir la pobreza, en lo que parece una clara alusión a la universalización de las asignaciones familiares, algo que la Iglesia había reclamado en forma particular.

Pero hay otra lectura posible. Los obispos católicos se consideran a sí mismos como una suerte de reserva moral y ética de la sociedad. Insisten en que las raíces profundas de la crisis están en lo moral, en lo cultural y lo religioso. Para los obispos hay crisis de valores. Esta es también una manera de encontrar su lugar en el mundo. Frente a la conflictividad los obispos se siguen considerando (y ofreciendo) como capaces (¿los únicos?) de ser promotores y garantes del diálogo social que requiere la sociedad. Ellos, supuestamente depositarios de los valores que hoy están en crisis, pueden ubicarse por encima de las diferencias, de los enfrentamientos y de la irracionalidad de muchos, superando las incapacidades de los actores políticos y sociales.

Este es lugar que los obispos suponen propio y que les brindaría la posibilidad de volver a situarse en el centro del escenario. Queda por ver si la sociedad les reconoce este mismo lugar.

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