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El país|Sábado, 3 de julio de 2010
Opinión

Juicio al fin

Por Luis Miguel Baronetto *

Con el inicio del juicio por los fusilamientos y asesinatos de los 31 presos políticos de la UP1, desde abril a octubre de 1976, empezó el camino para saldar una deuda de 30 años de la Justicia federal de Córdoba. La primera investigación de estos crímenes se realizó pocos años después de la recuperación de la democracia. Pero quedó abortada en 1987 por las leyes de impunidad del gobierno de Raúl Alfonsín. Y después, el indulto del presidente Carlos Menem a los genocidas. Aquel proceso, sin embargo, posibilitó la recolección de pruebas y testimonios que ahora servirán para el juicio caratulado con el nombre del dictador Jorge Rafael Videla, que encabeza la lista de militares y policías acusados de estos crímenes, porque los presos fusilados estaban a disposición del PEN (Poder Ejecutivo Nacional).

La continuidad en el reclamo de justicia de familiares directos, patrocinados por María Elba Martínez y Rubén Arroyo, con planteamientos internacionales provocó la apertura de una nueva investigación en 1998 que concluyó con la resolución de la jueza Cristina Garzón de Lascano, en 2003, en lo que se llamó “el juicio por la verdad histórica”, ya que su objetivo no era condenar penalmente a los asesinos sino conocer la verdad de lo sucedido. Esta resolución permitió, por primera vez en un relato judicial, desnudar la mentira de los comunicados del comandante del III Cuerpo de Ejército, Luciano Benjamín Menéndez, afirmando que lo que se presentó como intentos de fuga fueron en verdad cobardes fusilamientos.

Esta resolución, sin embargo, fue cuestionada por el abogado querellante Rubén Arroyo, ya que sospechosamente la Justicia federal de Córdoba omitía la complicidad de los funcionarios judiciales que autorizaron los traslados de los detenidos bajo su responsabilidad.

Los fusilados de la UP1 en 1976 se encontraban legalmente detenidos y sometidos a procesos penales a cargo de juzgados federales. Si de algo más se debía acusar e indagar a los detenidos, ellos eran los funcionarios responsables de hacerlo. Pero, además, los funcionarios judiciales nada investigaron sobre estos crímenes y sus autores ni siquiera ordenaron autopsias de los cadáveres de quienes estaban bajo su exclusiva jurisdicción.

La responsabilidad penal de jueces, secretarios, fiscales y defensores oficiales que mostraron su complicidad fue encubierta por la “sagrada familia” judicial que se prolongó en democracia, a tal punto que uno de sus miembros –el Dr. Carlos Otero Alvarez– llegó a ser juez miembro del tribunal que en 2008 condenó al genocida Menéndez. Cuando algunos querellantes solicitamos que él y otros funcionarios judiciales fuesen incluidos en la causa de la UP1, que ahora se juzga, la corporación judicial los encubrió separándolos en otra causa hoy casi adormecida en las estanterías de los tribunales federales.

Declaradas inconstitucionales las leyes de impunidad, que luego anuló el Congreso, se inició la tercera investigación de esta causa que ahora llega a juicio. En el abultado expediente figuran nuestras repetidas declaraciones. En esta larga demora muchos testigos ya han fallecido. También murieron algunos asesinos como el general Juan Bautista Sasiaiñ y varios policías acusados de torturas y homicidios que se fueron a la tumba sin pagar la deuda de sus crímenes.

Hubo en el medio tironeos y cuestionamientos porque no les resultó fácil ocultar la complicidad de aquellos funcionarios judiciales. Incluso hubo también diferentes criterios en los querellantes. Algunos organismos de derechos humanos expresaron su desacuerdo cuando denuncié al juez Otero Alvarez, que pretendía lavar culpas pasadas integrando el tribunal que condenó a los genocidas. Nosotros lo habíamos padecido en carne propia.

Una reciente resolución del plenario del Consejo de la Magistratura ratificó mis acusaciones señalando “la actitud colaboracionista del magistrado con los delitos de lesa humanidad”. El propio Tribunal Oral 1 que integraba lo encubrió cuando fue recusado por el entonces fiscal Fabián Asís.

Esta realidad de entramadas complicidades explica las dilaciones, demoras, idas y venidas de esta causa, sin duda emblemática, porque pondrá sobre el tapete un aspecto que hasta el presente ha venido soslayándose: los militares y policías no podrían haber asesinado a estos presos políticos sin la colaboración de los funcionarios judiciales, cuyas ramas familiares continúan desempeñándose en la Justicia federal. Y más, la magnitud del genocidio no hubiese sido posible sin la aprobación y el aplauso de sectores hegemónicos de la sociedad cordobesa: empresariales, judiciales, religiosos, políticos, universitarios, sindicales, que todavía no han sido juzgados ni condenados. Peor aún, algunos han sabido camuflarse en un reciclaje que les ha permitido no sólo sobrevivir políticamente, sino aspirar a roles protagónicos en el quehacer social, intelectual o político. A pesar de todo esto, el juicio de la UP1 que se inició ayer es una evidencia de que es posible enfrentar a los poderes, cuando se cree y se lucha por causas justas. Es también producto de esfuerzos por renovar y transparentar la Justicia federal de Córdoba. Que al fin se inicie este juicio representa un reconocimiento a los reclamos permanentes e inclaudicables de familiares directos, amigos, compañeros de militancia política, hermanos, sobrinos y de nuestros propios hijos, que hoy tienen más edad que sus madres y padres cuando los mataron. Nucleados en la Comisión de Homenaje, en los diciembres de estos años hicieron memoria rescatando más sus vidas que sus muertes.

En el acto frente a la misma cárcel de San Martín, de donde fueron sacados, este año podremos plantar otro mojón. Aunque 34 años después, al fin llegará la condena a los asesinos de los presos políticos fusilados de la UP1.

* Querellante en la causa UP1. Director de Derechos Humanos, Municipalidad de Córdoba.

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