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El país|Jueves, 27 de octubre de 2011
Cada condena a los represores fue festejada por los familiares y víctimas reunidos frente a tribunales

“Sentí que mi hijo volvía a acariciarme”

Apenas empezó a escucharse la voz del juez leyendo las penas para Astiz, Acosta y otros dieciséis represores, frente a Comodoro Py los rostros se llenaron de lágrimas y risas. “No es alegría, es justicia”, repetían los sobrevivientes de la ESMA.

Por Ailín Bullentini
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“Esto que costó tanto conseguir es lo que debe ser”, repetían entre los festejos.

Varias veces el presidente del TOF 5 repitió, a través de los parlantes y la pantalla gigante apostados de espaldas a las escalinatas de Comodoro Py, los nombres de los 18 represores juzgados. A cada nombre, la multitud que esperó la sentencia del juicio por la primera etapa de la “megacausa ESMA” en la vereda de los tribunales de Retiro retrucó “asesino”. Jóvenes militantes de diferentes espacios políticos, familias enteras sin banderas, familiares y amigos de desaparecidos durante la última dictadura militar, sobrevivientes del centro clandestino de detención más escalofriantemente grande que funcionó durante aquellos años de terror aguardaron a puro canto las condenas, que llegaron dos horas más tarde de lo pautado. La espera de muchos de ellos, sin embargo, duró bastante más, tanto como más de treinta años. “Justicia, esto es lo que siempre pedimos. Justicia legal, nunca por mano propia. ¡Y vamos por más!”, estalló en llanto Taty Almeida, madre de Plaza de Mayo, al festejar cada perpetua.

El asfalto de Comodoro Py comenzó a poblarse pasadas las 17. Bastante antes de que llegaran los partidos políticos, militantes de HIJOS calmaban ansias apuntalando cada detalle de sonido y de imagen, acomodando las sillas del espacio inmediatamente cercano al escenario, destinado a las Madres, familiares de desaparecidos y sobrevivientes de la ESMA.

Se los podía reconocer fácilmente entre la gente, sin necesidad de que vistieran pañuelos blancos, remeras o prendedores. Llevaban la contundencia de un hecho histórico como el que estaba a punto de ocurrir estampada en sus rostros y su reencuentro, mediado por dedos en “V” desde la distancia o fuertes abrazos en la cercanía, ahí mismo, a escasos metros de los verdugos de sus hijos, hermanos o padres –o casi suyos–.

Amuchados entre tres o cuatro, abrazados en círculo o de frente a la pantalla con las manos tomadas como cerrojos, recibieron las “perpetua”. Algunos gritaron. Otros apretaron los dientes o miraron al cielo anochecido. Lita Boitano rió a carcajadas con los brazos en alto junto a sus compañeros de la Asociación Familiares de Detenidos Desaparecidos cuando oyó la condena que el TOF impuso a Adolfo Donda. “Sentí que alguna parte de mis hijos volvía a acariciarme, a estar a mi lado”, señaló. “Mi hijo pasó por la ESMA, me dijeron”, apuntó. Su hija también desapareció.

“No quise estar adentro. Preferí estar junto a mis compañeros, compartir esto con ellos, como compartimos lo de aquellos años. Es demasiado grande la emoción que se siente como para poder soportarlo solo”, explicó Andrés Castillo, detenido en la ESMA, sobreviviente y testigo en el juicio que culminó ayer. Para Cristina Muro, sus compañeros de militancia y detención son “el orgullo”: “Sin su voluntad férrea de contar una y otra vez la historia, nada de esto podría haber sido posible”, esgrimió. Con una de ellas se abrazará, deshecha y rehecha a la vez, tras ver al torturador Ricardo Cavallo hundido en la reclusión perpetua. La hermana y el hermano de Zulema Marino pasaron por la ESMA, tras haber sido secuestrados por grupos de tareas y, para ella, el mero hecho de que “los asesinos” de su “sangre” ocuparan ayer, y durante los últimos dos años, “el sector de acusados en la sala del juicio”, es “motivo para estar contenta”: “Es fuerte verlos entrar a ellos con esposas, cuando hace más de treinta años la situación fue al revés y ellos llevaban a nuestra gente esposada”, concluyó. Más tarde, reconocerá aliviada la sensación interior: “La alegría de saber que se van a morir en la cárcel”.

La multitud que rodeó la cuna en la que se acurrucaron las víctimas –directas e indirectas– de los verdugos de la ESMA creció al compás de la demora en la llegada del final de esa primera parte de la historia del centro clandestino de detención. Muchas personas llegaron bajo banderas de espacios políticos, pero otros lo hicieron bajo la propia, la del “deber ético”, la “necesidad de estar, de vivir como una victoria de todos” la condena de los asesinos de muchos. Así lo hizo Luciana, que recorrió la concentración y se quedó pegada a una valla que la separaba siquiera un metro de la última fila de sobrevivientes, sentados mirando al escenario. “Me cuesta entender que se haya tardado tanto en hacer todo esto. Por eso estoy acá. Es importante aprender que esto que costó tanto conseguir es lo que debe ser, y lo que debe ser defendido por todos los argentinos”, dijo.

Los “olé olá, adonde vayan los iremos a buscar”, los “no nos han vencido”, de la setentista “a pesar de las bombas, de los fusilamientos, los compañeros muertos, los desaparecidos...” y hasta los improvisados versos relacionados con la demora incomprensible de la lectura de la sentencia, se apagaron completamente cuando el escudo de la República que permaneció proyectado en la pantalla desde el inicio del acto fue reemplazado por la entrada de los represores acusados a la sala, puertas adentro de Comodoro Py, a las 20.02.

Durante la siguiente hora, el silencio sólo fue interrumpido por aplausos fervorosos y los estratégicos alaridos “hijo de puta” y “asesino”. El barullo erizó la piel y aturdió incluso a quienes no quisieran escuchar cuando Astiz fue condenado a reclusión perpetua. No quedó ni una silla de la cuna frente al escenario ocupada. De un salto, todos gritaron de pie. Tampoco quedó par de ojos secos. De repente, todos lloraron, pero no de alegría. Sino por haber recibido justicia.

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