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El país|Miércoles, 22 de agosto de 2012
OPINION

Una pedagogía del terror

Por Rodolfo Mattarollo *
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El presidente de la Cámara Federal, una y otra vez, miraba la foto de cuarenta años atrás y la comparaba con el testigo hasta que éste dijo “sí, señor presidente, los ultrajes del tiempo, como dice Borges”.

La foto mostraba la última rueda de prensa en Trelew de cinco abogados, entre la fuga y la masacre del 22 de agosto de 1972. De esos abogados, tres están vivos: Pedro Galín, Carlos González Gartland y quien esto escribe y declaraba ante el Tribunal como testigo hace dos meses en los términos antes transcriptos. Dos de esos abogados han muerto, Rodolfo Ortega Peña, asesinado el 31 de julio de 1974 por la Triple A, y Eduardo Luis Duhalde, fallecido en abril de este año, mientras era secretario de Derechos Humanos de la Nación.

Con Eduardo definimos muchas veces la masacre de Trelew como el “ensayo general del terrorismo de Estado” y vimos en este crimen de lesa humanidad, por su naturaleza imprescriptible, un despliegue premonitorio de “una pedagogía del terror”.

Algunos sabíamos que tres de las nuevas organizaciones revolucionarias de la Argentina, surgidas al calor del Cordobazo y de amplias manifestaciones populares contra la dictadura de Juan Carlos Onganía, durante ese invierno del ’72 se disponían a realizar un vasto operativo conjunto de evasión en el sur.

La fuga del penal de Rawson, en Chubut, una cárcel de máxima seguridad, tendría el doble sentido de rescatar cuadros para la lucha popular y avanzar hacia la unidad de los revolucionarios mediante la superación de las divisiones entre enfoques del peronismo combativo y de la nueva izquierda marxista. Tan importante era la fuga en sí misma como comenzar este largo camino de unidad que habían recorrido otros movimientos de liberación en la región y en el mundo.

La crueldad, que se volvería sistemática, de la reacción dictatorial añadía ese elemento que justificaba la actual competencia de la Justicia Federal para investigar y juzgar el crimen, ya que la inhumanidad y falsedad de motivos para explicar lo ocurrido en la base Almirante Zar en esa madrugada de invierno patagónico de hace cuarenta años, forma parte de ese carácter global de actos crueles e inhumanos contra toda población civil que es uno de los rasgos propios del crimen de lesa humanidad.

En términos más amplios que los de su definición jurídica, esa pedagogía del terror aparece como una constante de nuestra historia para enfrentar criminalmente la resistencia generada por la exclusión social, rasgo ya presente en los fusilamientos de la Patagonia durante la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen.

Ese drama nos indica la vastedad de los programas de ingeniería social que requiere un país que ha conocido desde sus orígenes esos grandes desgarramientos. La Justicia viene a restaurar de esa manera el tejido social y cumple una función irremplazable, la de restituir el lugar de la dignidad humana en el seno de sociedades divididas y restaurar valores éticos esenciales sobre los que una sociedad justa y humana basa su existencia.

Estamos viviendo una situación históricamente privilegiada, la de ser protagonistas de ese gran proceso de reconstrucción de la democracia y la vigencia de los derechos humanos, nunca total ni enteramente satisfactoria.

Contra lo que pensaron algunos de los luchadores caídos en Trelew, al término del túnel dictatorial no nos aguardaba la revolución socialista, sino la conquista de una “democracia avanzada”, con sus permanentes y diarios desafíos, pero al mismo tiempo síntesis de una voluntad política estatal irremplazable y de innumerables luchas sociales, que hoy día permite, cuarenta años después, la investigación y juzgamiento de esta segunda tragedia patagónica.

Domina mis recuerdos, como una frase musical, la suave sonrisa de mi defendida, María Angélica Sabelli, profesora de matemáticas y militante popular, asesinada en Trelew en plena juventud.

* Embajador de Unasur en Haití.

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