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El país|Miércoles, 8 de diciembre de 2004
OPINION

Una webada

Por Juan Sasturain
Se suele decir que Leonardo, modelo renacentista acabado, fue el último hombre que supo todo lo que se sabía en su época: desde cómo construir máquinas voladoras a los mejores chistes y recetas, y no sólo cómo pintar a la Gioconda sino cómo hacerla sonreír así. Hoy y entre nosotros, veteranos que llegamos demasiado usados al siglo flamante podríamos abrir un penoso concurso –especie de Guinness de la ignorancia– a ver quién sabe menos de lo que se sabe en estos tiempos abismales. Porque es imposible entender qué hicieron los que se ganaron el Nobel de Física en las últimas cinco décadas cuando el único agujero negro que concebimos es el iluminado por el sol de Tuñón; porque el concepto de ADN será inaccesible a nuestra comprensión mientras ni siquiera sepamos con exactitud dónde queda la próstata.
Por eso, cuando pasan cosas como lo de ayer, uno no sabe dónde ponerse. Como no entiende nada más allá de sufrir las consecuencias del desbarajuste, una opción facilonga y progre es opinar genéricamente sobre la “vulnerabilidad argentina” –también en el orden informático– o divagar filosóficamente sobre las alternativas entre falla técnica y/o error humano. De ahí se suele pasar a la idea supuestamente escalofriante de que “todo está agarrado con alfileres”, de lo que pasa cuando la tecnología nos abandona como el más traidor de los desodorantes y enormidades afines. Lo notable es que todo es cierto; lo obvio, que decirlo es al pedo.
El problema es que nos falta convicción para argumentar no sólo porque no sabemos hoy de qué se trata la falla –¿de dónde “se cae” el sistema, cuando cae?– sino porque tampoco estuvimos nunca demasiado convencidos de la necesidad de semejante hiperdesarrollo de la comunicación: para qué carajo tanto celular, tanto Messenger, tanto Fotoshop, tanto chateo pavote, tantos pajeros sites –dice nuestro enano troglodita– si hay tan poco que decir y cada vez se crean más lugares que –se supone– es obligatorio rellenar.
Claro que eso significa ponerse en un lugar demasiado expuesto, política y marketineramente incorrecto. Entonces queda, como siempre, el recurso o la coartada del humor. Está la posibilidad de escribir un par de ironías, pero tampoco demasiado. Lo mejor, zafar con una webada.

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