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El país|Miércoles, 2 de noviembre de 2005
EL RELATO DE VECINOS Y COMERCIANTES ALREDEDOR DE LAS CENIZAS DE LA ESTACION

Haedo después de las piedras y el fuego

Lo que quedó de la estación y sus alrededores. Vecinos y comerciantes cuentan lo que vieron y lo que creen que vendrá. Relatos de quienes lograron proteger sus bienes y de quienes deberán empezar de nuevo. El lamento por una antigua estación.

Por Horacio Cecchi
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Recién por la tarde comenzaron los trabajos de limpieza, aunque nadie sabe cuánto demorarán.
Cuatro horas después, lo que más llamaba la atención eran los grupos de vecinos dispersos alrededor de los andenes, como espectadores absortos de la tarea de los obreros que desmantelaban a mazazo limpio lo que quedaba de la estación. Y los árboles, los árboles huecos del andén central echando volutas de humo como si fumaran. Astillas de vidrio por doquier, la marca negra sobre la acera en la unión de Tejedor y Rivadavia Dos, a metros de la barrera este, donde ardió el patrullero; el olor a quemado que lo invadía todo. Los locales cerrados como domingo pero con sus dueños asomando del otro lado de la reja. Les va a llevar tiempo a los vecinos recuperar el aliento. En Haedo es difícil establecer hipótesis de lo que ocurrió. Algunos alientan la idea de que todo fue orquestado. Otros, que la indignación de la gente es densa y puede eso y mucho más. Y están los que adhieren a la idea de que fue una sumatoria: bronca, loquitos incentivados y la ayuda de un par de horas de zona liberada.
“¿Cómo estás, Carlitos?” “¿Carlitos, todo bien?” Los vecinos lo cruzaban y le preguntaban. “Todo bien –contestaba él–. No pasó nada.” Carlitos es un personaje de canas, remera rosadita y treinta años de antigüedad como kiosquero bajo las vías de Haedo, en el pasaje que cruza por debajo de las vías desde el andén principal hasta el que todos conocen como “andén bajo”. Ayer, se enteró de que arriba pasaba algo cuando un grupo de chicos con barretas empezó a forcejear con la cortina de su kiosco. “Ey, pará –les dijo, osado–. El kiosco es mío”, y todavía no puede creer que lo hubieran dejado en paz y se hubieran lanzado a forzar la persiana del barcito de Ramón. “Ey, pará –repitió–. Pará, que ése es de un amigo.” Y Carlitos no pudo creer que se hubieran ido sin tocar el bolichito de su amigo. “Eran chorritos, pero el problema de la gente es con TBA.”
Del lado del pasaje La Porteña, que bordea el andén principal de la estación, tres o cuatro bomberos descansan en unas sillas de Pizza Café, Física y Química. “La gente se empezó a resguardar adentro del local –dijo Claudio, dueño del bar–. Estábamos asustados. Trajeron una señora que le había agarrado un ataque de epilepsia. Nosotros llamamos al SAME, pero no venía nunca, igual que la policía. Dicen que no los dejaban llegar. Al final, los del SAME vinieron a pie.” Claudio va y viene dentro del bar, con las persianas bajas, y muestra lo que quedó de la bicicleta de su hijo y la suya, una barreta de la que cuelga una cadena cortada. “Estaban atadas allí”, dice y muestra al costado del boliche, sobre la vereda.
“Peor hubiera sido que lo hubieran dado vuelta y le prendieran fuego. Hay cosas peores que un parabrisas roto”, decía el hombre, reacio a dar su nombre y recorriendo con su mano el parabrisas o lo que quedaba de él, de su viejo Renault 12. Según su punto de vista, las piedras no se la agarraron con su auto, sino que su auto quedó en el camino de las piedras. “Lo embocaron después de que prendieron fuego al patrullero –dijo, y señaló hacia la esquina de Tejedor y Caseros–. Un policía se puso ahí y tiró para arriba con la escopeta.” No parece que hayan sido balas de goma: los siete huecos en el cartel de metal de la Farmacia Haedo dicen que eran postas de plomo. Después del escopetazo, el policía lo único que logró fue llamar la atención sobre sí. “Se le vinieron encima con palos y piedras y embocaron al parabrisas”, dijo el dueño del Renault. “Lo irrecuperable es la estación, que tenía 119 años y quedó nada.”
A unos metros, justo en la esquina que forman Caseros, Tejedor y Fassola se encuentra La Esquina del Soufflé. Igual que el Renault, una de las vidrieras del Soufflé estaba hueca. No tenía vidrio porque ya habían retirado los restos. En lugar del vidrio, se sentaban los empleados y el dueño del local. “Después de que rompieron la vidriera se llevaron todo –describió Carina–. Cuando llegamos ya no había nada. Se habían llevado la computadora, las registradoras, las bebidas, todo.”
“No sé cómo voy a hacer –aseguró Cristina, que trabaja a pocas cuadras de la estación, pero que viene desde Burzaco bien temprano–. Llegué con mis amigas a eso de las 7.30. Ya estaba parado el tren y se sentía que había nerviosismo. Quince minutos después se armaron las corridas. Este tren para siempre. Es un desastre. Tomo el que viene de Temperley, pasa una vez por hora, así que uno viaja como ganado. Cuando no funciona, que es muy frecuente, tengo que tomar el Sarmiento hasta Once, de ahí el subte a Constitución y de ahí el eléctrico a Temperley. Ahora, que no anda ni ése, tengo que tomar la Costera hasta San Justo y de ahí un colectivo. Pero es un peso cincuenta contra siete. Ahora tengo que ver cómo me vuelvo.”
“Tuve que cortar la electricidad –dijo Andrea Auguet, dueña de la Shell ubicada del otro lado de la vía–. Se vino una banda de vándalos que agarraron las mangueras de nafta y querían echar combustible y prenderles fuego a los surtidores.” Después, según su relato, agarraron las vallas de la estación y las arrojaron contra el frente de la sucursal del Itaú y del Supervielle. Los empleados de la vidriería Mega Cristal eran los únicos que no se quejaban. Todos los vidrios de la cuadra mostraban huellas. Menos, los frentes de Cyber Zone, el local de videos respetado por inclinaciones religiosas o de práctica cotidiana.

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