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Especiales|Martes, 27 de octubre de 2015
A 5 años de la muerte de Néstor Kirchner

Néstor a los 25

El fuego de la politica

Por Sandra Russo
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Hasta a Cristina, que ya estaba casada con él, la idea fija de Néstor, a los 25 años, llegó a exasperarla. Era abril de 1976, un mes después del golpe, y estaban los dos y la madre de ella, Ofelia, en la galería de su casa de Tolosa. Cristina quería irse cuanto antes a Santa Cruz, y Néstor estaba de acuerdo, pero antes necesitaba recibirse. Ella iba a interrumpir la carrera y todavía no sabía si podría retomarla, ni cuándo. Lo hizo tres años más tarde, en 1979. Pero en abril de 1976, cuando el terror se expandía por La Plata, todo era incierto, lúgubre y desesperante. Con perspectiva, se sabe que el objetivo del terror era paralizar, eliminar, suprimir no sólo a la oposición política, sino la política misma. “Necesito recibirme de abogado para ser gobernador”, le decía él a ella esa tarde, y ella no podía creer lo que escuchaba, porque un mes antes todo había quedado en suspenso y la estrategia prioritaria era la de la supervivencia. Ella le dijo a su madre: “¿Escuchás lo que dice éste? ¡Que quiere ser gobernador! ¡Gobernador de qué, de dónde!”, gritaba. El no cedía: primero el título. Esa era la primera parte, la embrionaria, el primer gateo, el primer parpadeo de un proyecto personal puesto como palanca en un proyecto político. Y tenía 25 años. ¿Cómo ese joven tan porfiado no iba a confiar décadas después en la juventud?

Cristina ha dicho varias veces que el día más increíble, el más extraño y deslumbrante de todos los días en los que Néstor ganó elecciones, no fue el 25 de mayo de 2003, cuando asumió como Presidente de la Nación, sino el 10 de diciembre de 1991, cuando llegó a la gobernación de Santa Cruz. Habían pasado muchos años desde la huida al sur, Néstor ya había sido intendente de Río Gallegos, y el acceso a la gobernación se hacía imaginable desde mediados de esa gestión. Esas elecciones de 1991 no tuvieron el condimento azaroso que tuvieron las de 2003, cuando terminó como presidente gracias a que a Menem le salió mal el cálculo de dejarlo sin ballottage y sin legitimidad. Y sin embargo, fue el día más increíble porque el que llegaba a la gobernación de su provincia era un hombre que tenía ese sueño repiqueteándole en la cabeza y en el corazón desde los 25 años. El que le había dicho a ella, cuando lo prioritario era sobrevivir, que necesitaba recibirse de abogado porque iba a ser gobernador.

El tuvo ese fuego. El de la política, el de la política que se hace militando aunque se ganen elecciones o se ocupe un cargo. Lo tuvo desde antes de viajar a La Plata para estudiar Derecho, antes de conocer a Cristina, antes de que se derramara un río de sangre para impedir especialmente eso, que hubiera gente que optara por la política como un instrumento para acercarles el poder a los que jamás lo tendrían sino fuera a través de sus representantes. Mantuvo encendido ese fuego incluso en esa instantánea del peor momento en el 76, cuando no existía el menor resquicio externo para mantenerlo vivo, y solamente podía ser agitado por una fuerza interior muy profunda. Lo mantuvo encendido toda su vida, quizá porque no estaba en condiciones de apagarlo, de apaciguarlo o de graduarlo para preservarse. No tenía control sobre eso. Ese fuego y él eran lo mismo.

Ese fuego no es excepcional. Lo han tenido y lo tienen muchos hombres y mujeres de todas las edades, de todos los colores, de todos los países donde desde esa concepción de la política se resiste y se lucha para que más seres humanos sufran menos. Pero el excepcional fue él, porque ya a los 25 años estaba siendo en acto y en potencia el que fue después en la intendencia, en las tres gobernaciones y en su presidencia. Y porque supo cómo contagiar a millones con chispas que hoy los encienden, y que no dependen de un resultado electoral. Ese fuego quema más en la adversidad.

Nunca mejor que hoy tenerlo en la memoria. A él y a su compañera, dos veces elegida presidenta, que cuando se vio acechada por los primeros embates sucios de la derecha, saltó hacia adelante, como hizo él para ganar su propia legitimidad a través de sus políticas concretas. “Si me voy, que sea por lo que pienso y hago, y no por lo que no me animo a hacer”, dijo ella. Así, unida a la frontalidad de esos dos grandes militantes, nació el kirchnerismo, una fuerza que peronizó a miles, pero no porque usara el peronómetro sino todo lo contrario: porque nació abierta y dúctil para empatizar con ciudadanos que nunca habían encontrado una identidad política que los representara. Primero Néstor, y después Cristina, le dieron impulso a esa energía contenida que inexplicablemente estuvo borroneada en esta campaña presidencial. No hay ninguna necesidad de borronear nada: la inercia del kirchnerismo está abierta a los aliados, pero también fundida en la mística que se construyó colectivamente durante todos estos años.

Néstor fue el primero que nos mostró que los discursos no se hacen para llenar el silencio, sino para definir y guiar la acción política. Fue fiel a sus propias palabras, en un país en el que las palabras las barre el viento. Por eso hace cinco años lo lloramos como si hubiera sido un ser querido personal de cada uno. Porque Néstor no fue un tipo en una pantalla, sino alguien que encontró la manera de meterse en los poros más sutiles de los otros, y nos legó la conciencia colectiva de que la política puede ser algo tan íntimo como el amor. Néstor se fue, a los 60, en paz con ese pibe de 25 años que quería recibirse de abogado para ser gobernador de Santa Cruz.

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