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Especiales|Miércoles, 20 de diciembre de 2006

La nueva ley de gravedad

Desde la “anemia fenomenal” del Estado a la “democracia de opinión pública”, un camino recorrido desde una explosión que permite rastrear antecedentes.

Por Mario Wainfeld
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A un lustro de distancia, atando cabos, puede verse lo que era opaco en el mismo momento de los acontecimientos: lo que ocurrió no nació de gajo, el estallido se produjo en un terreno minado durante años. Una confiscación de depósitos bancarios es una brutalidad, aunque tenía un par de antecedentes, en las décadas anteriores. Pero el recorte de salarios estatales y jubilaciones, una flagrante violación de la garantía constitucional sobre la propiedad, era una premonición que fue digerida penosamente, porque “la gente” tenía la guardia baja. Casi dos años llevaban masticando bronca, demasiada energía social encapsulada contra natura para no hacerla primero voto y después cacerolazo, ante una nueva tocada de bolsillo.

El Estado padecía una anemia fenomenal. El gobierno de la Alianza caviló hasta último momento respecto de si podía hacer el censo de 2001. El censo es una imposición legal, datada en el siglo XIX, para un Estado moderno: medir, evaluar como paso previo, irreemplazable para la realización de políticas públicas. La organización, la logística, los dineros (más vale) ponían en un brete casi insalvable al Estado que supo ser, antaño, el que garantizó más derechos sociales.

La convertibilidad, una política de Estado nefasta y banal que se convirtió en dogma transpartidario, se prorrogó hasta la parodia. La asfixia que produjo se paliaba mediante parches contradictorios: las provincias emitían sus propias “bonedas”. En un país mestizo y creativo, floreció un híbrido entre bonos y moneda, no necesariamente en proporción fifty-fifty. El Estado nacional también imprimió Lecops para dismimular la recesión galopante. “¿Cuánta boneda circula?”, preguntó este cronista a una primera espada del gobierno. La respuesta fue la típica de la época. Nadie sabía. Pero podían ser “en blanco” algo así como 2800 millones de pesos-dólares. Era plata, en una economía exangüe. Pero “en negro” debían haber mil millones más. O un extra, quién sabe. Algunas provincias, amén de emitir papeles que se declamaban equivalentes a dólares sin respaldo, autorizaban billetes mellizos. Todo ese despliegue, apenas para llegar a fin de mes, que no se llegaba. O para pagar, (en cuotas, tarde y mal) los sueldos recortados de estatales o docentes.

Si el Estado tiraba la toalla, qué decir del gobierno. La coalición originaria se había hecho trizas. Las promesas iniciales y fundantes de transparencia y honestidad, se habían traspapelado en el escándalo de las coimas en el Senado. Las elecciones fueron una advertencia para todo el sistema político y una catástrofe para el oficialismo. El presidente Fernando de la Rúa y sus adláteres resolvieron negar su existencia.

Una idea básica, seguramente expresada de modo menos tajante, justificaba la hipótesis de supervivencia que, tozudamente, sostenía el Presidente: los límites de un gobernante democrático estaban férreamente fijados por las reglas del mercado, por sus intérpretes y apoderados de los organismos internaciones de crédito y del sistema financiero. En política, en cambio, todo límite era explorable, toda frontera salteable. Eran las leyes económicas (como la gravedad) las que no podían ser puestas en cuestión por quien no quisiera precipitarse al vacío.

Sabedor de que había multitudes en las calles de todo el país, pero sin escucharlas y mucho menos entenderlas, De la Rúa se calzó los lentes para hablar ante las cámaras y anunciar el estado de sitio. Ponerse anteojos para representar temple y autoridad es un rebusque de los asesores de imagen, una triquiñuela de campaña. Lo que también ignoraban en la Rosada es que, cuando se gobierna, la campaña es la gestión y no el envase del candidato.

De la Rúa apeló, sucesiva y desesperadamente, a dos resortes básicos del poder: la amenaza y la represión misma. No funcionaron. Las amenazas fueron desoídas, la represión feroz fue respondida a mano desnuda por miles de personas en su mayoría no encuadradas. La ferocidad policial los compelía a retroceder. Se replegaban y caían pero volvían, una y otra vez. Pedían que se fueran todos, a los gritos. Pedían, inconscientemente, más política, más Estado, más y mejor gobierno.

La noción de autoridad había mutado, en los hechos. La gobernabilidad solía leerse como un sistema eléctrico cuyo disyuntor saltaba por exceso de demandas sociales o de alteraciones de la cartilla económica. En esos días, el disyuntor reaccionó de otro modo: fueron la confiscación, la insatisfacción, la violación de los pactos democráticos, la falta de representatividad en acto la que produjo el apagón.

Nadie lo sabía en medio de la brega, envuelto en una crisis que amenazaba llevárselo todo puesto hasta la unidad social, pero brotaban a borbotones nuevas reglas para gobernantes y gobernados. Una democracia de opinión pública, con un peso ponderable de grupos de acción directa. Un prurito social extendido respecto del ejercicio de la potestad represiva del Estado. Una etapa (que dura hasta hoy, vaya a saberse por cuánto tiempo más) en la que el aliento de “la gente” calienta la nuca del gobernante, formateando una democracia de opinión. Muy acelerada, muy encuesta-dependiente, muy colgada de la legitimidad de ejercicio, medida minuto a minuto como los ratings de TV. Y con una sabiduría, no menor, adquirida: las leyes de la representación democrática son también gravitatorias, quien las ignora puede darse de bruces contra el piso.

No es una situación ideal, ninguna lo es. Pero, como en tantas otras cosas reseñadas acá de apuro, es superior a lo que pudo ser. En todo caso, es la argamasa con la que (por ahora, hasta mañana cuando menos) se construye la política.

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