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Especiales|Lunes, 2 de abril de 2007
suplemento especial 25 años de Malvinas

Las preguntas que no se hacen, lo que es preferible no saber

Sobrevivientes de una guerra, la identidad de los ex combatientes es una carga que muchas veces no se quiere reconocer. El diálogo difícil entre los que estuvieron en la guerra y los que no.

Por Marta Dillon
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No se hizo silencio de inmediato; la escena tampoco lo permitía: una reunión de amigos una tarde de domingo, esas en que los niños corren entre los pies de los adultos liberados de la mirada vigilante porque “los grandes” están en sus cosas. Tomando los últimos tragos, riéndose de sus propias y discordantes travesuras. Lo que él empezó a relatar, de todos modos, no tenía que ver con una travesura y por eso, a pesar de que el silencio tardó en imponerse, cierta reverencia introspectiva tomó por asalto la tarde. ¿Y qué contó? Muy poco, ni más ni menos que había estado en Malvinas y había sobrevivido. No se coló la sangre en su relato, tampoco esa imagen de frío y hambre en la que suelen estar congelados en el imaginario los que un día fueron conscriptos y al siguiente sobrevivientes. El habló de pie, nombró a la Compañía Mecanizada 10, dijo que había sido prisionero de guerra, que había vuelto mucho después de que hubiera terminado la guerra, aunque mucho después fueran sólo 15 días, los suficientes para que el foco de atención general se desplazara de la guerra al Mundial de 1982, del que todavía el equipo argentino no había sido eliminado. No fue, entonces, el peso de las palabras lo que convocó al silencio; fue por el hueco de lo que no había sido dicho en tanto tiempo por el que caímos como si de su boca se hubiera movido la piedra de un pacto que nos protegía a todos. Por la pendiente de lo que era preferible no saber, no imaginar ni prever fue por donde caímos quienes escuchábamos, aun cuando fuera lógico que entre nosotros, gente de entre 39 y 45, clases ‘62 a ‘67, dirían los milicos, hubiera algún sobreviviente de Malvinas. Algún ex combatiente. ¿Pero cómo? ¿Es que no se nota esa experiencia en el cuerpo de quien la atravesó? ¿Cómo había sido posible que nunca antes se cuele en el relato el recuento de esos 60 días? ¿O es que de tanto habernos refugiado de lo que no se quería ver dejamos que la figura del ex combatiente se clausurara en la ropa camuflada de los que reparten calcomanías en el subte? ¿Es más fácil no ver, no escuchar esas experiencias enmascaradas por el camuflaje como si fuera necesario exigirles a los actores de la guerra que desprecien “lo militar” si quieren ser aceptados? ¿O acaso no corrió desbordado el entusiasmo por la gesta entre los civiles que tejían bufandas, escribían cartas o hacían sus donaciones?

Para que el relato que aquella tarde, para que la identidad que se forjó atravesada por la experiencia pudiera develar sus marcas hubiera sido necesario querer escuchar. Y lo cierto es que esa escucha todavía hoy se retoba, como si ante la imposibilidad de poner en un cajón bien ordenado las voces y los hechos la única salida fuera la ignorancia elegida. ¿Qué, quiénes son los sobrevivientes de Malvinas? ¿Es sobreviviente la palabra que hay que usar o es una trampa del lenguaje que sin más los homologa con los sobrevivientes de los campos de concentración de la dictadura cuyas voces todavía suelen sopesarse con desconfianza? Ellos no se llaman sobrevivientes a pesar de haber sobrevivido. Ex combatientes es la figura que eligen, corriéndose del lugar de la víctima pasiva para hacer lugar a la acción que buscan nombrar aunque nadie escuche.

“Cuando volví, en los primeros días de julio, llegué a mi casa, comí, me bañé y me fui al kiosco. Me quedé un rato mirando los diarios y las revistas porque hacía más de un mes que no tenía ninguna información. No había una sola alusión a Malvinas, tampoco en la tele o la radio ni en ningún lado. Entonces para qué, si no querían escuchar yo tampoco quería contar”, me dice ahora Adrián Rocha Novoa, fotógrafo profesional, padre de una hija, el hombre que silenció la reunión de la que hablaba al principio y que sucedió 20 años después de la primera vez que nos vimos. Y además, explica, si hubiera podido olvidarse entonces de lo que había vivido hubiera tomado esa opción con gusto. Por eso, tal vez, no le sorprendió que su familia no preguntara. “Creo que tenían miedo de que me pusiera loco, triste o que me tirara por la ventana.” ¿A quién querían proteger?, ¿a quién queríamos o queremos proteger quienes no preguntamos?, ¿qué es lo que habría que preguntar? Otros nombres me vienen a la cabeza: José Luis, Damián, Hernán. Chicos que volvieron distintos y retomaron sus cosas en mayor o menor medida, que ya no se reían igual, eso seguro, pero por eso mismo, me acuerdo, sus amigos elegíamos no preguntar. Mejor no, por ahí se pone mal, decíamos por lo bajo. Si alguno de ellos, más tarde, se calzó el uniforme verde para hacerse visible, ya no lo supe; paradójicamente, no lo vi.

Adrián me acerca otra anécdota de esos primeros años de la vuelta de la democracia en los que al menos en los cantos populares (“qué pasó con las Malvinas, esos chicos ya no están”) la guerra formaba parte de las cuentas por saldar y sus muertos merecían justicia (claro, el problema son los que volvieron): “Un día estaba en una reunión con siete u ocho pibes radicales, todos de mi edad, era la primavera alfonsinista. No sé por qué salió el tema y todos se pusieron a especular sobre en qué condiciones estarían los que habían vuelto de Malvinas. Llegaron a la conclusión de que todos debían tener un trauma, físico o psiquiátrico. Entonces yo me animé y dije que era ex combatiente, como para que no generalicen. Lo vivieron como una traición, que hubiera estado ahí escuchando lo que decían, sin avisar. Evidentemente, de saber quién era yo, no hubieran ido tan lejos”. Locos, proclives a la depresión, filomilitares; otros. Sin lugar para el orgullo por una “gesta” que el consenso señala como mera manipulación política. ¿Y quién quiere ser héroe de un absurdo? Héroes, coinciden los ex combatientes, son los que quedaron allá, enterrados con o sin nombre. Aunque frente a los hechos cada uno sepa cuánto de su heroísmo puso en juego para volver a casa.

¿Cómo se cuenta, entonces, más allá de quienes desde el principio asumieron su calidad de ex combatientes y quedaron asimilados a la imagen mendicante que se endilga a las asociaciones que los agrupan? No es algo que se diga así como así, es una revelación que se entrega cuando la confianza lo amerita. Cuando se pone en juego la historia de vida pero a la vez, como relata Rocha Novoa, a modo de aviso: “Para mí puede ser un detalle más en mi vida, según la época, mayor o menor. Pero para otras personas puede ser sencillamente mayor”. Y según su experiencia, ahí es donde se presenta una pregunta, a veces formulada, otras encubierta: ¿mataste a alguien? “Con todo lo que vi a mi alrededor, con la cantidad de veces que pude haber muerto, para mí es una pregunta distorsiva; hayas matado uno o 20 es mejor no hacer la cuenta porque yo estaba del otro lado. Pero me doy cuenta de cuántas ganas tienen de hacérmela”. Es curioso, tal vez porque no tengo capacidad más que para mirarme en mi propio espejo, pero la forma en que este ex combatiente relata la administración de su relato me recuerda a esa revelación que me acompaña hace años: tengo vih. Una comparación arbitraria si se quiere, pero que guarda cierto paralelo en cuanto a la relevancia que tiene para los demás, en cuanto a los datos que necesitan quienes la escuchan para dirimir si se está frente a una víctima o a un posible culpable de cargar el estigma que le tocó.

¿Hay una escucha distinta a los relatos de los ex combatientes 25 años después de aquellos 60 días en los que se comprimió la gloria y la derrota (palabra que tanto cuesta nombrar en cualquier punto del arco político)? ¿Cuánto más allá de la fecha puede sobrevivir la conciencia de que quienes volvieron fueron muriendo en silencio mucho después de la guerra?, ¿cuánto, el hecho de que cuando van a cobrar sus pensiones quienes pagan y quienes están en la cola del banco creen que los ex combatientes sólo son testaferros de sus parientes mayores? ¿Cómo contarles a los hijos y las hijas, en primera persona, lo que es una guerra? Esos chicos por los que pedía el canto de los ‘80 al mismo tiempo que reclamaba por los desaparecidos siguen siendo jóvenes y están entre nosotros. Estas preguntas, entonces, sólo pueden hacerse en primera persona.

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