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Especiales|Miércoles, 26 de mayo de 2010

El simulcop y el plasma

Elogio de la unidimensionalidad o el recuerdo atribulado de la representación oficial de los próceres.

Por Alan Pauls
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Patriotas, metáforas y Cabildo en otra tarjeta postal del Centenario.

Doscientos años pasaron desde el parto y lo único que nos interesa es el presente. Ese presente mediocre, voraz, jibarizado, con el que sólo podemos tener la más vulgar de las relaciones: una relación de adicción. Es como si la sobredosis de Historia que se nos venía encima hubiera desencadenado una sobredosis de actualidad. Cristina, Macri, la opereta del Colón, la cena del 25 en la Casa Rosada y su maquiavélica lista de (no) invitados... Rialpolitik. Nunca como en los días previos al festejo del Bicentenario la lógica de la política argentina se pareció tanto a la de la TV basura, alimentada de histeria, conyugalidad, sentimentalismo y la voluntad casi admirable de no articular ni siquiera una víspera de idea sobre nada.

Soy sensible a los anacronismos, como todo el mundo, y me enterneció bastante que en la era de twitter y el i-phone la Nación y Buenos Aires recurrieran al viejo género epistolar para poner negro sobre blanco sus exasperaciones. Pude apreciar el despecho tortuoso que destilaba la carta de la Presidenta y el ardid retórico que le permitió presentar como un alarde de generosidad lo que en rigor era un desaire. No estoy seguro de que el jefe de Gobierno –más volcado en su carta a un republicanismo neutro, pomposamente civilizado– haya estado a la altura de esas sutilezas. ¿Margaritas a los chanchos? No exactamente. La reyerta podrá haber sido entre ellos pero era para nosotros. Eramos nosotros sus destinatarios, sus verdaderos espectadores. Lo que me deprimió un poco, en cambio, fue que una vez más hubiera que elegir. No entre dos proyectos, dos ideas, incluso dos delirios políticos, sino entre dos susceptibilidades.

¿Podía esperarse otra cosa? ¿Podían dos modestos siglos de Historia volvernos históricos antes que histéricos? ¿Volvernos más distantes, conscientes, irónicos, más atentos a algo más, o a algo distinto, algo que no sea esta cotidianidad espasmódica y personal hacia la que tiende vertiginosamente la política? Difícil. Somos un “país joven”. Para calcularle la edad basta multiplicar por dos –sólo por dos– la edad que alcanzaron algunos de sus hijos más obcecados: el escritor cordobés Juan Filloy, por ejemplo, o la socialista Alicia Moreau de Justo. Yo –que con mis canas, mi presbicia, mi memoria que empieza a renguear, me jacto todavía de ser joven– entro apenas cuatro veces en la edad del país. Es uno de los efectos colaterales más obvios del Bicentenario: la evidencia de que la Historia, en la Argentina, puede desplegarse en una escala biológica individual. Quizás esa juventud –que siempre dimos por sentada pero recién ahora cobra toda su desconcertante evidencia– tenga algo que ver con la compulsión de la política nacional a caricaturizarse en esa galería de gestos, crispaciones, actings, “escenas” personales.

De chicos, me acuerdo, escupíamos sobre los manuales de historia y las películas épicas de Torre Nilsson porque presentaban a los próceres y los personajes históricos de un modo acartonado, como meras estampas, embalsamados por la estopa de la ejemplaridad, sin carnadura ni rasgos particulares, sin “vida”. Esa despersonalización sistemática era el argumento con el que justificábamos la fobia que nos inspiraba la historia argentina. Queríamos ver a nuestros héroes más de cerca, más humanos, más reconocibles. Mutatis mutandis, y nos guste o no, Cristina, Cobos, Macri, Néstor K. y todos los animadores del presente político argentino son a nosotros lo que Mariano Moreno, Saavedra, Castelli o el Deán Funes fueron a los vecinos de Buenos Aires que hace doscientos años montaron guardia ante el Cabildo como hoy nosotros ante los plasmas de las vidrieras de Garbarino. Y ahora que los vemos tan de cerca, carnales, atribulados, movidos por las mismas emociones prosaicas que nos mueven a nosotros, ¿no extrañamos un poco la unidimensionalidad que condenábamos en la representación oficial de los próceres? ¿No pensamos en esa imagen impersonal, chata, puramente gráfica, tan de simulcop o de teatro kabuki, con alivio y deseo, más como una bendición que como la condena que creíamos que era?

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