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Especiales|Miércoles, 26 de mayo de 2010

Soñar con la Plaza llena

El rol de un lugar tan simbólico que ni siquiera necesita ya un nombre. Y que tiene la rara función de exhibir a los que no llegan a llenarla.

Por Juan Sasturain
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En la Plaza de Mayo, al finalizar el Himno Nacional (1910).

Pese al concepto tan difundido, en esta era de la vigilancia alerta y la concentración obsesiva, dormir (y dormirse) sigue queriendo decir y queriendo ser sinónimo de descansar, no de descuidarse. Y para poder descansar durmiendo hay que soñar: hay que soñar mientras se duerme. El que no sueña no descansa.

Si algo que tiene que hacer la Patria es soñar y soñarse. Basta de pesadillas. Y en ese sentido, también contra lo que se suele decir, cabe recordar –la historia es maestra al respecto– que se duerme y se sueña mejor con la Plaza llena. No se tienen pesadillas sino sueños. La Patria necesita descansar con/en la Plaza llena.

Porque en la historia argentina, la Plaza de Mayo, la plaza soñada –o la Plaza, a secas– es una plaza llena. Es el lugar donde ha pasado y sigue pasando mucho, casi todo lo que importa de estos dos siglos de vida independiente con marchas y contramarchas que son siempre hacia y desde la Plaza. Intemperie sintomática, ámbito público jamás negociado ni privatizable, espacio abierto, la Plaza es el domicilio virtual –imprevisto por las leyes e instituciones formales– no de la llamada opinión pública tan manipulable, sino de la voz del Pueblo, que es algo anterior: palabra encarnada, puteada literal, garganta histórica, puño concreto, bombo de percusión genuina, pañuelo de nudo firme.

La gente, yo mismo, todos nosotros hemos ido, vamos y seguiremos yendo a la Plaza a dar y a recibir, a putear o a celebrar, a pedir y a escuchar, a acompañar y a repudiar. Con balcón o sin balcón, mirando hacia el Cabildo con improbables paraguas, mirando hacia la Rosada con calor y en patas; apuntando hacia las laterales por donde se venían las casacas rojas del Imperio; moviendo la cintura y las caderas contra el prejuicio o saltando desaforados por una camiseta sudada por la Patria que es también futbolera; rondando la Pirámide con oscura obstinación, esperando contra toda desesperanza o mirando para arriba con furia e impotencia, contra toda la violencia homicida que nunca se confunde a la hora de pegar, apuntarle a la Plaza.

Los argentinos y argentinas –sólo ocasionalmente porteñas y porteños, botón de muestra popular– siempre hemos usado y abusado saludablemente de la Plaza. Pensada y plantada según el esquema tradicional que la flanquea regularmente, emparedada con y por las instituciones –la Iglesia, el Dinero, el Poder político–, la Plaza es el hueco, el vacío que pide y debe ser llenado por el Pueblo en cuerpo y alma. El aluvión literal de la gente que con camisa o sin ella, con pancartas o sin ellas, con alegría o con furia ha encontrado siempre cauce a la hora de expresarse y hacer historia a su manera.

Por eso, que se celebre el Bicentenario de la Patria es también ocasión para hacer una informal biografía memoriosa de la Plaza, un recorrido por sus pisoteados canteros, su barro primigenio, sus fuentes bautismales, su viejo cielo encapotado de otoño triunfal con escarapelas, su triste cielo de invierno rajado de arriba a abajo por bombas zumbadoras, sus sucesivos balcones de festejo y de vergüenza.

La Plaza ha sido y es un espacio vivo, saludablemente maltratado por el uso y el abuso de todos lo que lo sienten suyo. Porque lo es. Nada más repartido que lo inapropiable. Desordenémosla, vayamos cada vez a ver qué pasa y qué somos capaces de hacer pasar. Hasta que se repartan mejor otras cosas, siempre nos queda la Plaza, domicilio de la democracia y de la aventura política, como el espacio de emergencia cuando los otros lugares más o menos mediáticos se convierten en no lugares.

La Plaza aplaza a los mentirosos, caga de miedo a los impresentables de pantalla constante, abandona a los traidores, es la pizza segmentada a repartir, el foro desaforado para opinar, la cancha donde se ven los pingos, la tribuna que corea y el arrullo que entona la canción –la más hermosa música– de los placeros confesos y culpables de alboroto popular, enfermos de amor sin barreras ni vallas protectoras.

Todo para que la Patria, con la Plaza llena, pueda descansar al fin, soñar y soñarse en un sueño pleno y sin orillas que nos incluya a todos.

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