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Especiales|Sábado, 27 de octubre de 2012

Lo peor que podía pasar

Por Luis Bruschtein
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Lo peor que le pudo pasar al oficialismo y a la oposición fue la muerte de Néstor Kirchner. Al oficialismo porque de esa manera perdió al hombre que lo generó y condujo. A la oposición porque, tras su fallecimiento, Néstor Kirchner pasó a un nivel irrebatible y muy difícil de alcanzar en el imaginario político. Apenas se cumplen dos años de su muerte y de alguna manera pareciera que fueran muchos más. Pareciera que Kirchner hablara desde un pasado de libro de historia y hasta no hace tanto todavía era un militante a todo vapor. Hay una diferencia abismal entre ese tiempo real que lleva muerto y el tiempo simbólico con el cual es vivida esa distancia.

El recuerdo de Kirchner es tomado por gran parte de la militancia kirchnerista y por gran parte de la antikirchnerista como referencia orientadora de gran peso a través de citas y del relato de algunas anécdotas o de la persistencia y multiplicación de sus imágenes. Para los primeros se trata de una referencia ejemplar. Los segundos utilizan esa imagen muchas veces para contraponerla a Cristina Kirchner, o simplemente magnifican hechos desde una ejemplaridad negativa. De una manera u otra, Kirchner se ha convertido en una referencia insoslayable de la política.

Durante dos años, esa mezcla de ausencia presente ha generado un actor privilegiado de la política, que tiene sin duda una entidad mayor aún que cuando estaba vivo o era presidente de la Nación. Ese lugar que ocupa Néstor Kirchner no es una construcción artificial, como les gustaría decir a algunos antikirchneristas. Puede haber una voluntad del kirchnerismo en el sentido de forzar una historia, o de producir el mito, pero es un lugar que no se puede desarrollar si no hay materia prima, si no tiene sustancia propia.

Hay, de hecho, la valoración de un desempeño real que crece con el tiempo. Es un hombre confrontado con una situación límite, un tiempo de bisagra en la historia, una encrucijada. Es el tema que más se repite en la literatura. Antes de ese momento podría haber sido un hombre común, pero la forma en que atravesó ese desafío lo trascendió hasta convertirlo en alguien diferente de los demás, incluso diferente del que era antes. La Argentina del 2001-2003 era una prueba mortal, un remolino que se tragaba un presidente atrás de otro. Una crisis política sin credibilidad, partidos atomizados, destrucción cultural y una crisis económica más una tragedia social inédita funcionaban como las culebras de la cabeza de una Medusa que convertía en piedra al que se atrevía con ella. Y Kirchner salió del laberinto con la cabeza de la bestia.

Para los argentinos fue una crisis mítica, excepcional y perdurará en la memoria como una de las peores, si no la peor, y de allí surge Néstor Kirchner como una figura necesariamente excepcional. El carácter de la crisis le otorga ese rasgo de excepcionalidad que tiene su imagen y que se acrecienta con el tiempo. Algunos tratarán de minimizar su papel y hablar de viento de cola, pero lo real es que el protagonista construyó su historia con palabras que durante cincuenta años habían sido la maldición de los argentinos: deuda externa, desempleo, ALCA, FMI, impunidad, Corte adicta, América latina... Como los héroes míticos, se metió en ese remolino y salió con los brazos cargados con esos trofeos que parecían inalcanzables. Hasta unos días antes habían sido meras consignas, mantras que se mascullaban con una fuerte sensación de impotencia.

Desde el oficialismo es más fácil tomar constancia de este proceso. Sin embargo, la oposición también produjo síntomas del mismo fenómeno, aunque obviamente con intensidad opuesta. El menemista Jorge Asís, por ejemplo, se afana por escribir libros sobre la pequeñez y el fin inminente del kirchnerismo. Pero el esfuerzo por minimizar la figura de Néstor Kirchner genera el efecto contrario. Gran parte del relato kirchnerista que desquicia a la oposición se alimentó por el tremendismo negativo con que esa oposición pintó al ex presidente. Cada leyenda negra que se construye contribuye a darle ese cariz legendario a la figura que se quiere denigrar. El peronismo tiene experiencia con este mecanismo. Durante los 18 años de su exilio, Perón fue denigrado en cada línea que se publicó en los medios y se le inventaron leyendas de terror que, ahora a la distancia, se ven ridículas. Si fuera por esas leyendas, Perón habría sido impotente, pero al mismo tiempo habría tenido relaciones sexuales con todo tipo de seres, desde humanos de distintos sexos, profesiones y edades, hasta no humanos. Los peronistas recogían esas ridiculeces –que hacía circular la gente “seria”– y respondían: “Puto o ladrón, queremos a Perón”.

Solamente en dos años, Néstor Kirchner se incorporó a la galería de los elegidos que trascienden después de su muerte para mantener y acrecentar su interrelación con la sociedad. No es un recuerdo inerme, sino más bien un generador de políticas desde varias facetas modélicas: el militante, el convencedor, el reivindicador de la política, el que se atrevió contra el no se puede, el que no dejó en la puerta sus principios y varias otras proyecciones de su imagen que son tomadas por una nueva generación de militantes.

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