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Especiales|Sábado, 10 de junio de 2006

El pasado que rebota al presente

Por Luis Bruschtein
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Ilustración de Solano López de la adaptación de Operación Masacre realizada por Omar Panosetti para la revista Fierro.

Después del alzamiento del 9 de junio de 1956, el gobierno militar del general Eugenio Aramburu fusiló a 27 personas. En el caso de los fusilamientos de civiles, se utilizó un procedimiento por “izquierda” que luego se convertiría en la principal herramienta represiva de las sucesivas dictaduras, hasta llegar a su máxima expresión en el ’76. Aun en el caso de los fusilamientos de militares, se aplicó un decreto emitido por Aramburu que declaraba el estado de sitio cuando los rebeldes ya estaban detenidos. Es decir que, de manera inconstitucional, se les aplicó ese decreto con retroactividad.

En esos días, el dirigente socialista Américo Ghioldi publicó una frase que se hizo célebre: “Se acabó la leche de la clemencia”. Y a Jorge Luis Borges se le atribuye otra frase en una conversación con su amigo Adolfo Bioy Casares: “Se hizo lo que debía hacerse”. No eran los únicos que pensaban así, entre los no peronistas era un sentimiento extendido.

Existe un consenso mayoritario en la historiografía y la sociología sobre una lectura de la Argentina reciente que tiende a colocar al peronismo en el lugar de la barbarie, los excesos, lo no institucional, el exabrupto y lo violento. Y pone a sus adversarios en el polo antitético: defensa de la institucionalidad y la racionalidad, de la pacificación y el respeto de la ley.

Es inquietante la manera en que esa lectura se revierte constantemente sobre la actualidad. Lo que inquieta es la incapacidad de esa lectura, o de quienes la realizan, de sobreponerse a su contexto social aun después de tantos años, como si permanentemente se tratara de justificar el papel que jugó ese mismo contexto en aquel momento.

La primera parte de esa lectura, la que compete al peronismo, es cierta en gran medida. Pero la segunda parte, la que alude a sus opositores, es falsa en gran medida. La oposición, los partidos que la integraban, fue más salvaje aún que el peronismo. El revanchismo antiperonista, desde los bombardeos a civiles en la Plaza de Mayo hasta los días posteriores al golpe del ’55, la violencia, la humillación y la represión fueron más alevosos, desprolijos, inconstitucionales y antidemocráticos que lo que podría reprochársele al peronismo. Los fusilamientos constituyen un hito en esa historia. El peronismo no había fusilado a nadie.

La vocación institucional de las fuerzas opuestas al peronismo es una construcción cultural, es expresión de una visión hegemónica dentro de los intelectuales y las capas medias que tomaron como propio el discurso de los grupos de poder. En todo caso, el antiperonismo fue más “institucional”, porque a partir del ’55 utilizó a las Fuerzas Armadas para agredir al resto de las instituciones democráticas.

La calidad institucional, la “institucionalidad” como valor en la política argentina ganó peso específico recién después de la última dictadura y constituye una gran mentira interpretar esa historia como si hubiera habido un sector destacado que hubiera representado ese concepto como se lo entiende en la actualidad. Lo real es que no hubo ángeles democráticos y demonios violentos. Todos los actores se movieron con los criterios de una sociedad si se quiere primitiva en cuanto a su visión de sí misma, incluyendo a la izquierda.

A partir de esa lectura de un solo ojo, todo el mundo sabía lo que tenía que hacer el peronismo-populismo para enmendarse y mejorar. Es decir, tenía que hacer lo que siempre hicieron sus detractores dizque más republicanos y democráticos. El problema es que la misma historia está diciendo que, con otras vestiduras y formalidades, lo opuesto al peronismo actuó con un gran desprecio por las instituciones. Sin embargo, el peronismo hizo lo que le pidieron que hiciera: la renovación trató de ser un remedo de la Coordinadora radical –que fue el paradigma de los ’80– y más tarde, con Carlos Menem, se asimiló a una especie de republicanismo conservador popular que finalmente agotó su verdadero impulso. En el prólogo de Operación Masacre, Rodolfo Walsh aclaró que había tomado la matanza de civiles en los basurales de José León Suárez, separándola del resto de los fusilamientos, porque en ese caso no podía haber ninguna justificación por parte de los fusiladores. Se trataba de una masacre clandestina de civiles desarmados que sólo tenían una participación lateral en el alzamiento.

Lo real es que salvo excepciones como las de él mismo, que en 1956 todavía no se asumía como peronista, o la del escritor Ernesto Sabato, que publicó su investigación, la denuncia de los fusilamientos no conmovió demasiado al universo no peronista. La izquierda no peronista ni siquiera ahora recupera a esos trabajadores fusilados como parte de los mártires del pueblo en su lectura de las luchas populares. Y tampoco lo hace con los civiles que murieron en los bombardeos de Plaza de Mayo.

Por el contrario, para la generación que se incorporó a la militancia en los años ’70 constituían momentos tan emblemáticos como la Semana Trágica, igual que después lo fueron los fusilamientos de Trelew y los treinta mil desaparecidos. Esa incongruencia en un discurso de izquierda que ignoraba dos de los hechos más terribles del pasado reciente fue uno de los factores que ayudó a la peronización de la mayoría de esa generación.

Hay hilos convergentes entre los sucesos de 1956, los años ’70 y la última dictadura. Varios de los sobrevivientes de los fusilamientos o sus familiares formaron parte de la Tendencia Revolucionaria del peronismo o de sus organizaciones armadas, como Julio Troxler y los hermanos Lizazo, y fueron asesinados por la dictadura o por una Triple A en la que muchos de sus integrantes también eran peronistas. Hace pocos días fue detenido el comisario mayor de la Bonaerense Juan Fiorillo, que desapareció a Felipe Vallese en 1962. Y ese mismo policía, después integró la Triple A y luego fue colaborador estrecho del genocida Ramón Camps. Los militares que participaron en el golpe del ’55, respaldados por los partidos no peronistas, de izquierda y derecha, protagonizaron la escalada de asonadas y golpes militares que van del ’55 al ’66 y del ’66 al ’76. El peronismo estuvo proscripto 18 años, en tanto los demás partidos aceptaban una especie de democracia tutelada, donde ellos mismos –además de dirigentes peronistas– decidían sus diferencias cruzando contactos en los cuarteles y regimientos. Y los civiles más militaristas eran casi siempre los que más declamaban su republicanismo. Todos los golpes y asonadas militares se hicieron en “resguardo” de la democracia.

En la actualidad la antinomia peronismo-antiperonismo es anacrónica. Ni uno ni otro alcanzan por sí solos para describir o interpelar a una sociedad que afronta otras problemáticas y complejidades. Las corrientes de nuevas mayorías se construyen necesariamente sobre otros contenidos que los atraviesan y contienen. En ese sentido, la cultura va muy por detrás de la realidad, porque mantiene esa mirada hegemónica y caprichosa sobre el pasado a pesar de que tanto en el oficialismo como en la oposición conviven sectores que provienen de ambas puntas de esa antinomia histórica.

Un síntoma de ese retraso en la cultura política es que el recuerdo de los fusilamientos del ’56, al igual que de las víctimas de los bombardeos en Plaza de Mayo, termina encuadrado en ese contexto como un acto peronista o properonista. Es legítimo que la reivindicación de los ideales y principios por los que lucharon los caídos sea tomada por quienes piensan así. Pero hay una tarea ciudadana democrática, no partidista, en el reconocimiento de quienes fueron víctimas de esa masacre como una forma de poner distancia con la intolerancia y el desprecio a la vida que llevaron a justificar la usurpación de instituciones para eliminar a quienes se les oponían. El repudio a los fusilamientos del ’56 no debería ser una acción solamente peronista, sino de la ciudadanía en su conjunto.

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