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Especiales|Sábado, 29 de julio de 2006

Esa torpeza troglodita

Por Luis Bruschtein
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El dictador Juan Carlos Onganía el día que juró como Presidente de la Nación.

Desde hacía un mes se esperaba que los militares entraran a la Universidad y el camión de la Guardia de Infantería había estado todo ese tiempo estacionado en la rotonda de Diagonal Sur. En algún momento planeó la ilusión de que dejarían a la universidad tranquila pero el 29 el clima estaba muy enrarecido.

Cuando llegué ese día a la vieja sede de Exactas, en la esquina de Perú y Diagonal, había revuelo adentro y varios camiones de la policía estacionados frente el monumento a Roca. Eran las seis o siete de la tarde y se había convocado a una asamblea general en el aula magna. La mayoría de los oradores propusieron hacer una toma pacífica de la facultad, incluso con los profesores. Como yo cursaba el ingreso, no tenía libreta universitaria y se planteó que no podíamos quedarnos para que no se dijera que éramos activistas profesionales.

Con otros compañeros fuimos a tomar un café al bar El Cabildo, que está en Hipólito Irigoyen y Perú. En otra mesa había un grupo de estudiantes de una agrupación de derecha que festejaba a voz en cuello porque iban a echar a los comunistas. Cuando intenté volver, la policía ya había acordonado la rotonda de Roca y no permitía llegar a la facultad.

Bueno, lo que siguió ya es historia. Durante muchos años se habló de la doble fila que iba desde el patio central hasta la puerta. Estudiantes y profesores eran brutalmente aporreados a medida que recorrían esos poco menos de cien metros obligatorios. Cuando entraron los infantes, disparando gases, hubo estudiantes que se refugiaron en las aulas del segundo piso y algunos que trataron de escapar por los techos que daban al Nacional Buenos Aires. Las persecuciones, gritos y estampidas se sucedieron en un despliegue de violencia inusitado para esa época.

En la puerta, estudiantes y profesores iban saliendo con las manos en la nuca, muchos de ellos sangrando, y los subían a los celulares en que los llevaban detenidos. No había gritos en la calle y tampoco entre los prisioneros. Todos actuaban con una expectativa enmudecedora ante el nuevo escenario que se abría. La incertidumbre y la sorpresa todavía le ganaban a la indignación en esos momentos.

El folklore sobre la torpeza de los militares ya era un tema recurrente. Pero aun así sus actos excedían los estereotipos. Como el comisario Margaride persiguiendo hombres y mujeres infieles en los hoteles alojamiento, o cuando llevaron a un cura al aula magna de Exactas para exorcizar a los demonios del comunismo y Onganía irrumpiendo en la Rural con la carroza de la reina Victoria tirada por seis caballos blancos.

La facultad estuvo cerrada bastante tiempo porque coincidía con el fin del cuatrimestre. Cuando reabrió, la mayoría de los profesores había renunciado y en los pasillos había nuevos celadores con funciones policiales. Algunas cátedras desaparecieron y otras debieron unificarse. El clima de libertad que había distinguido a la Universidad había mutado a claustro medieval, vigilancia y persecución. Esa torpeza troglodita y la ignorancia habían pasado a decidir sobre nuestras vidas.

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