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Espectáculos|Sábado, 12 de octubre de 2002
EN RIO DE JANEIRO, EL CINE PRODUJO UN ECLIPSE DE SOL

O maior festival do mundo

La muestra carioca, que culminó el jueves su tercera edición, reunió una abrumadora cantidad de films, entre los que brilló el cine latinoamericano en general y el brasileño en particular.

Por Horacio Bernades
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“El bonaerense”, de Pablo Trapero, obtuvo elogios de la crítica y estreno asegurado en Brasil.
Teniendo ahí esas playas, ese sol y esas garotas, quince días de encierro cinematográfico no parece el programa más sensato para desplegar en una ciudad como Río de Janeiro, en medio de los treinta grados que suelen marcar la media en las primaveras cariocas. Sin embargo, eso es lo que le propone al público local y visitantes internacionales el Rio de Janeiro International Film Festival, que desde hace tres años se viene desarrollando, con enorme éxito, en esa meca del turismo internacional. Verdadero acontecimiento de la temporada cinematográfica carioca, el RJIFF –que este año tuvo lugar entre el 26 de septiembre y el jueves pasado– ofrece un abrumador volumen de películas a lo largo de toda la ciudad, ocupando una treintena de salas cinematográficas convenientemente refrigeradas y tentando con su programación a una impresionante cifra de público, que suele dejar muy buenos réditos en boleterías y siembra sonrisas entre sus auspiciantes.
Ya se sabe que los vecinos lusoparlantes no se andan con chiquitas a la hora de atender a sus invitados, que este año incluyeron a Roman Polanski, Constantin Costa-Gavras, Tom Tykwer (el realizador de Corre, Lola, corre y la reciente Heaven) y también a Pablo Trapero, que llegó con El bonaerense bajo el brazo y se fue bajo una lluvia de elogios y halagos, junto con la promesa de un pronto estreno en Brasil. Con el sponsoreo de Petrobras, Coca-Cola y la Rede Globo, los organizadores del Festival de Río sirven a los espectadores un menú que parecería la versión cinematográfica de esos legendarios y opíparos desayunos brasileños. Como en ocasiones anteriores, el menú de este año hizo eje en mucho del mejor cine internacional presentado a lo largo de la temporada 2002 en los festivales de Berlín, Cannes, Venecia y San Sebastián, agregándole una buena dosis de preestrenos proporcionados por las filiales locales de las majors. E incluyendo, entre las muestras paralelas, una dedicada al cine gay, otra al cine africano, una selección de lo más reciente producido en Alemania y una deslumbrante retrospectiva de melodramas mexicanos de los años ‘30 y ‘40. Lo que se dice frutas y manjares a granel.
Los acalorados espectadores debieron elegir entre El pianista, de Polanski; Hable con ella, de Almodóvar; Amén, de Costa-Gavras; Spider, de David Cronenberg, o Ararat, de Atom Egoyan, a las que se sumaron los opus más recientes de Abbas Kiarostami, Aki Kaurismaki, Zhang Yimou, Robert Guédiguian, Bertrand Tavernier, Mike Leigh, Claire Denis, Youssef Chahine y siguen las firmas. Pero si algo le interesa al RJIFF es presentar, en carácter de preestreno, la última horneada de cine local, junto a una abigarrada selección de cine latinoamericano. Signo visible de ese interés de los organizadores, por primera vez la crítica internacional asociada en la Fipresci estableció, en el marco del festival, un jurado destinado a elegir lo mejor de ambas producciones. No hay duda de que se trata de un momento indicadísimo para resaltar la producción del continente, en tanto las tres cinematografías más poderosas de la región (la argentina, la mexicana y la brasileña) pasan por una fase expansiva, en cantidad y calidad. A los aportes argentinos de El bonaerense y Un oso rojo (aquí, Um urso vermelho) se sumaron la chilena Taxi para tres (cargada de premios en varios festivales) y las mexicanas Japón y La virgen de la lujuria (que Arturo Ripstein viene de estrenar en Venecia), además de un pelotón de dieciséis películas brasileñas, de las cuales una media docena osciló entre lo atendible y lo francamente notable.
Elegida Mejor Película Latinoamericana por el jurado de Fipresci, Japón (opera prima del treintañero Carlos Reygadas) confirma el gran momento por el que atraviesa el cine mexicano y coloca en un plano de alta consideración internacional el nombre de su realizador. Con un humor cruel y una fascinación por la muerte inconfundiblemente mexicanos, Reygadas narra la historia de un bicho de ciudad que decide ponerle fin a su vida, como lo haría un samurai. De allí, tal vez, su título, tan enigmáticamente bello como el resto del film.
Junto a la muy buena recepción de que gozaron El bonaerense y Un oso rojo, el cine local confirmó que, como el propio Brasil, parecería, más que un país cinematográfico, un continente entero, tallado bajo las más furibundas contraposiciones. Ese país-continente está en condiciones de exhibir una gigantesca producción de época como Desmundo al lado de una pequeña y penetrante comedia amarga como Houve uma vez dos veroes. O una comedia woodyallenesca (Separaçoes, del veterano Domingos de Oliveira) y un largometraje íntegramente realizado a la manera de las películas mudas, como es A festa de Margarette, del debutante Renato Falcao. Deslumbró Madame Sata, tratamiento anticonvencional y de absoluto rigor estético, al que el también debutante Karim Aïnouz somete a Joao Francisco dos Santos, figura legendaria de la noche y el bajo mundo cariocas de los años ‘30.
Si algo se elevó bien alto dentro del pelotón brasileño fueron dos extraordinarios documentales, verificación de que parte de lo mejor de la producción del país vecino pasa por allí. Ultimo opus del celebrado Eduardo Coutinho (cuya mítica Cabra marcada para morir está considerada uno de los mejores documentales jamás producidos en Latinoamérica), Edificio Master hace de la particularidad un universo completo, apelando para ello a la técnica más sencilla. Coutinho se instala en un edificio de Copacabana habitado por 500 moradores y planta su cámara frente a casi medio centenar, dejándolos contar, callar y cantar. El resultado es una polifonía que pasa de lo conmovedor a lo gracioso y de lo terrible a lo inefable: la humanidad en media manzana. Por el contrario, en Onibus 174 el debutante José Padilha focaliza en un caso que un par de años atrás tuvo en vilo a todo Brasil, llegando a las pantallas de televisión del mundo entero: el secuestro de un ómnibus, en pleno centro de Río, por parte de un chico de la calle que mantuvo a punta de pistola a un grupo de pasajeros, con el país entero esperando el desenlace. Padilha narra el hecho en sí, tomado de los archivos de la televisión, reconstruyendo a la vez la historia del protagonista.
Por extensión, la historia de Sandro es la de todos los meninos de rua, en quienes parecerían concentrarse todas las lacras de una sociedad que primero marginaliza a los más débiles, luego los empuja al crimen y finalmente reclama a gritos su ejecución. Elegida por el jurado de la crítica Mejor Película Brasileña del festival y considerada por muchos la más importante en años, Onibus 174 es una de esas películas que trascienden la propia materia fílmica, para convertirse en llaga abierta.

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