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Espectáculos|Miércoles, 4 de diciembre de 2002

“Hay que cuidarse mucho del piloto automático”

El uruguayo Jorge Drexler se presenta mañana en el Gran Rex, en el marco de una gira nacional.

Por Karina Micheletto
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El éxito de Drexler fue llegando de a poco, sobre todo por el boca a boca de sus canciones.
El uruguayo Jorge Drexler llegó hace dos días a Buenos Aires. Desde entonces su tiempo se dividió en dar notas personales, por teléfono y por mail, firmar discos propios y asistir a presentaciones de discos ajenos, como el de tango electrónico de Gustavo Santaolalla, en el que participa como invitado. No parece consternado por el asunto. Recuerda lo que le dijo Rubén Rada, a quien encontró casualmente en el avión desde Montevideo, cuando le preguntó por el motivo de su viaje. “Voy al psicólogo”, aseguró el compatriota antes de explicarle que tenía que dar entrevistas. Drexler dice que está más preocupado por evitar el “piloto automático”, aquello que considera “el principal enemigo al momento de dar una nota, de escribir una canción o de gobernar un país”: la repetición sin reflexión de lo ya probado y aceptado, de lo ya digerido. Esa, asegura, es su clave compositiva, y de algún modo, una elección de vida.
El motivo principal de su visita es el show que dará mañana en el Gran Rex, al que seguirán presentaciones el viernes en Córdoba, el sábado en Rosario y el martes próximo en Neuquén. Es probable que a esta altura su nombre y sus canciones suenen más que conocidos para el público argentino. Es probable que también sea conocida la historia de su destino enrevesado, de médico otorrinolaringólogo en Montevideo a cantautor interpretado por gente como Ketama, Víctor Manuel y Pablo Milanés en España, casi sin escalas. Sucedió que siete años atrás Joaquín Sabina lo tentó para que se instalase en España, y él “se fue quedando allá”. Estuvo un tiempo yendo y viniendo sin terminar de fijar residencia, con un pie en el hospital y otro en sus canciones. “Hasta que terminé sintiéndome un marciano, pensando en hacer música con la túnica puesta” (léase guardapolvo en uruguayo). Cuenta que se fue del hospital “sin despedirse de la túnica”, sin saber que sería su última vez como médico. “No fue una decisión consciente. Estaba corriendo un gran riesgo, dejando un territorio seguro, con un padre médico”, recuerda. A ese padre le dolió más que dejara el país que el hecho de que dejara la medicina. Desde la página web “Puente al Sur” (www.puentealsur.org.uy), Drexler intenta ahora, junto a la ong uruguaya El Abrojo, vincular los proyectos sociales de los tantos uruguayos esparcidos por el mundo.
–La figura del “exiliado uruguayo” es casi un gran tópico nacional, que usted, como muchos de los autores de su país, aborda en sus temas.
–Es que de Uruguay se fue y se va mucha, mucha gente. Hay un censo extraoficial que dice que en 2000 se fueron setenta mil personas. Sobre un total de tres millones de habitantes, es un porcentaje escalofriante. Al ser un lugar tan chico, y tan cerrado sobre sí mismo, la sensación de falta de perspectivas, de sin salida, pesa más, es como asfixiante.
–Es una percepción diferente de la imagen del uruguayo manso y tranquilo que se construye en Buenos Aires.
–En esa percepción tan bucólica hay mucho de paternalismo, casi se reproduce la idea del buen salvaje. Por supuesto que Uruguay tiene ese lado, conserva una calidad de vida que facilita estrechar los lazos humanos, algo que yo no cambio por nada del mundo. Pero también tiene otro lado duro, hay muchas cosas muy trabadas, que obstruyen el crecimiento. Hay que ir al aeropuerto de Carrasco para darse cuenta del drama uruguayo.
–¿No cree que esa imagen bucólica también fue construida por los mismos uruguayos, cuando hablan afuera de su país?
–Y... sí. Somos un país muy chico, en el medio de dos países muy grandes, y eso nos marca profundamente. Creo que tenemos una gran inseguridad, y por eso nos hace falta que nos digan cosas lindas, como su quisiéramos convencernos de que somos maravillosos. La verdad es que en Uruguay hay cosas buenas y cosas malas, como en la Argentina o en España. Yo estoy muy contento con Uruguay, porque mantiene sus empresas, porque respeta su música popular, porque gesta compositores geniales aunquedesconocidos acá, como Fernando Cabrera. Con mi ciudad tengo una relación de pareja, siento amor y siento bronca cuando me peleo. Pero al final siempre gana el amor. Eso está claro en mis canciones, aunque alguno lo malinterprete.
–¿Qué fue lo malinterpretado?
–Alguien dijo, por ejemplo, que en “Un país con el nombre de un río” yo soy injusto con el Uruguay. Y yo escribí una canción de amor. Hablo de los dos lados, pero al final digo “brisa del mar, llévame hasta mi casa”. Eso es lo que define a una relación de amor: podés enojarte y marcar defectos, pero a pesar de todo optás por el otro. Es lo que yo siento, y no es negociable. Pensar todo el tiempo en lo que la gente quiere escuchar o le va a caer bien es una variable del piloto automático. Por otra parte, la gente es menos idiota de lo que creen muchos responsables de medios de difusión, muchos compositores, muchas discográficas y muchos gobernantes.
–¿Le cuesta más evitar el piloto automático a medida que crece su popularidad?
–No. La magnitud de las cosas no es un indicador para casi nada. A veces en un recital chiquito tenés mucho menos control de lo que hacés que en un show para miles de personas. Por ahí estás en una fiesta familiar en la que te piden “cantate una” y no es tu momento. Y quizás en un show grande encontrás el riel exacto por el que tiene que ir la cosa, te conectás por completo con lo que está pasando. Esa conexión especial es algo que si tenés suerte se da. Claro que tampoco es una rifa: hay técnicas para subirse a un escenario, como hay técnicas para componer. Yo, por ejemplo, no tomo alcohol ni fumo porro antes de los shows, no juega a favor mío. Arriba del escenario canto sin mucho histrionismo, no puedo pararme de voz en grito. Es probable que al principio haya sido una limitación, que supe transformar en un sello.

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