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Espectáculos|Domingo, 22 de diciembre de 2002
OPINION

El cine como paradigma

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Una imagen de “Kamchatka”, precandidata argentina al Oscar.
Por Jorge Coscia *

Durante tres días participé en Bruselas de una ronda de encuentros con representantes de las regiones autónomas de Europa, con el fin de poner en marcha las bases del Programa Raíces que lanzamos este año desde el Incaa. Su objetivo es promover coproducciones de cine y acuerdos perdurables con las regiones europeas que aportaron a nuestra conformación cultural. Contradiciendo a una Europa ensimismada, concordamos con representantes de quince autonomías las enormes posibilidades de expandir nuestra común identidad nutrida por hombres y mujeres que emigraron a la Argentina desde casi todas las regiones europeas. Muchos de los participantes de la reunión auspiciada por la Embajada Argentina en la Unión Europea (Bruselas) festejaron nuestra intención de “entrar por la ventana de Europa”, ya que las puertas del viejo continente unificado suelen estar cerradas a los terceros países no miembros de esa unidad que tiene al euro como símbolo de su poder y de sus éxitos.
Esas ventanas no son ni más ni menos que las regiones de las que escaparon dolorosamente del hambre y la crisis nuestros abuelos en fechas no siempre tan lejanas. Llevaba en mi valija de viajero la recién publicada novela Mamá, en que Jorge Fernández Díaz relata la gesta de su madre, llegada a la Argentina desde Asturias en 1948. En sus páginas reviví hasta las lágrimas los relatos tantas veces escuchados, amasados en dolor y esperanza. Historias de gallegos, piamonteses, vascos, polacos, árabes, catalanes, sicilianos y judíos de todas las regiones de su diáspora, venidos a esta tierra con nombre de plata y por ello tan distinta en los sueños a lo que hoy se lee en los diarios europeos que enmarcaban con los rostros de los niños tucumanos hambrientos.
El diario El País, titulaba la tragedia en su primera página. No pude menos que dudar ante el sentido mismo de mi gestión cinematográfica allí en Bruselas, frente al dramatismo de una realidad que obliga a replantearse todo. Mis propias preguntas se encontraron con las de los funcionarios de las autonomías: ¿Cómo es posible el hambre en un país tan rico? Y una afirmación que devenía inevitable en el marco de nuestros objetivos de coproducir cine con Europa: Tan rico como su tierra, como su cine. En el mismo diario que titulaba el hambre, solo era necesario avanzar algunas páginas para encontrar la de la cartelera de cine de Madrid, seis títulos argentinos. Algunos de reciente estreno como Lugares comunes o Un tipo corriente (Sammy y yo), otros veteranos y persistentes como Nueve reinas o El hijo de la novia. La pregunta se reiteraba, ¿cómo puede ser, en un país con ese cine? Alguien en una conferencia de prensa reordenó la pregunta: ¿cómo pueden hacer ese cine en un país en que los niños tienen hambre?
Y a partir de allí fue más sencillo empezar a pensar una respuesta que pone a nuestro cine en un lugar ejemplar y al mismo tiempo paradigmático.
Después de todo, tantas veces hemos hablado del neorrealismo italiano, un cine que encendió sus chimeneas de luz en un país hambreado y arrasado por la guerra y la disociación. Algo semejante pareciera ocurrir con nuestro cine, y explicar las razones es ponerlo en un lugar de paradigma del alma y el cuerpo nacional y por ello modelo posible para pensar una Argentina en la que el hambre sea pasado, y el cine memoria para no olvidar lo imperdonable.
El cine argentino debe hoy su vitalidad, que lo expande a las carteleras europeas, a tres sustentos principales. En primer lugar una industria con capacidad y experiencia, dotada de cuadros empresariales, profesionales, artísticos y técnicos e incluyendo una infraestructura industrial nutrida de servicios y laboratorios de primer nivel. En lo empresarial con gran diversidad de modelos y capacidades de producción que van desde empresas mayores con la participación de la televisión a productores pequeños e independiente. El resultado se expresa en la igual trascendencia internacional de películas tan distintas como Un día desuerte o Kamchatka. En lo técnico con profesionales de todas las áreas que el cine requiere por ser una actividad de ensamble. En lo artístico con varias generaciones de realizadores que se renuevan y han hecho del “nuevo cine argentino” una presencia nunca ausente en las últimas décadas.
La segunda pata del trípode que hoy sostiene al cine deviene de la creatividad de nuestros artistas: directores y actores reconocidos por su talento. Hoy nuestros creadores son para España algo equivalente a lo que muchos directores y actores ingleses son para su hermano mayor cinematográfico con sede en Hollywood. La comunidad de idioma y cultura con España fortalece este camino de un sistema estelar compartido, que por otra parte ha sido frecuente y recíproco en nuestra historia común.
El tercer sostén de nuestro éxito se nutre de lo que se denomina, una política de Estado. La Argentina tiene una política de fomento ejemplar en materia cinematográfica. Dicho de modo más directo ha decidido una activa política de protección y fomento de la cinematografía propia, en histórica desventaja con la extranjera.
Es clave para entender este tercer soporte, recordar que el Cine Argentino recobró a partir del 31 de agosto pasado, la plena vigencia de la ley 17.442 que protege esta industria cultural de manera semejante a las políticas que promueven países como España y Francia. Por último es imprescindible recordar que esa ley de cine votada en 1994, fue mutilada entre 1996 y finales del 2001 por los mismos decretos que terminaron de desmantelar el aparato productivo argentino sentando las bases de la desocupación a niveles inéditos. Decretos emanados de una visión tan liberal como obsoleta de la economía en la que el Estado debe ser prescindente en todo, no intervenir en el fomento de nuestras capacidades económicas productivas y sí hacerlo cuando el sistema financiero y especulativo está en peligro.
La destrucción de un proyecto de país es un minucioso trabajo cultural de imposición de zonceras, definió Arturo Jauretche, a parte importante de la comunidad y su dirigencia. Una de ellas se imponía en el Tucumán de Bussi como eco de la que se enseñoreaba desde el Proceso en toda la Nación: “Achicar el Estado es agrandar la Nación”, paradigma de un Estado desentendido de todo, menos de la “seguridad interior” y los “compromisos internacionales”. Pero la zoncera terminó de imponerse en su plenitud ya entrada la democracia. ¿Cómo explicar si no hoy el achicamiento del Estado, vendido a empresas del Estado de otro Estado, sea éste el francés o el español? Se imponía así otra zoncera: que somos incapaces. La pregunta entonces es ¿por qué somos capaces en el cine?
La desvastación no alcanzó de lleno al cine por el activo protagonismo y compromiso de sus entidades. Sus artistas, productores y técnicos trajinaron las calles y el Parlamento para conseguir la deseada ley en 1994. Pero a partir de allí no pasó mucho tiempo para que las teorías del liberalismo mágico y la caja única, fueran imponiéndose y arriconarán al cine como industria, comprometiéndose seriamente la tercera pata del trípode que hace posible. Pero aun con sus limitaciones el cine argentino conformó una suerte de excepción a los fracasos nacionales por la vigencia de una parte del sentido común que debe regir el éxito de las empresas y las naciones. De algún modo, pudo sostenerse en sus dos primeras patas, reclinándose peligrosamente sobre la tercera, quebrada. Dos decretos impulsados por el secretario de Cultura de la Nación, Rubén Stella, recientemente firmados por el presidente Duhalde restituyeron la totalidad de ese sentido común al devolver al cine la plena autarquía de su fomento y la plenitud de los recursos que lo hacen posible. Es un hecho histórico reclamado y esperado por todas sus entidades, que seguramente restañara las heridas de una actividad que aún exitosa en lo aparente se acercó peligrosamente a su posible extinción como actividad industrial. El cine podrá, ahora sí, consolidar su posición en nuestras pantallas, en festivales e incluso en nuevos mercados como los que empiezan a abrirse con firmeza en España o expandir las enormes posibilidades que brinda el Mercosur.
Pero sería ingenuo esperar la utopía de una patria cinematográfica, o de un país en el que la tapa es el hambre de la gente. No podrá haber un cine exitoso en un país que fracase. Por ello, el cine defendido con imaginación y contundencia por una política de Estado, es un paradigma de esperanza, un ejemplo para todas las industrias que tuvimos y tenemos, ya que las chimeneas de luz, de vapor o de talento, son cuando se las cuida y las promueve, el mejor remedio para el hambre. Tal vez llegó la hora de pensar que hay en los artistas y creadores que defienden y construyen nuestro cine un modelo para imitar, en especial por parte de quienes suelen alimentar sus visiones en ficciones importadas, en las que siempre perdemos los de acá.

* Presidente del Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales.

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