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Espectáculos|Miércoles, 12 de marzo de 2003
ENTREVISTA AL DIRECTOR, ACTOR Y AUTOR TEATRAL RAFAEL SPREGELBURD

“El sentido común es mi enemigo”

El teatrista explica por qué concibió “El pánico”, su nueva obra, como una suerte de película de terror clase B, a partir de un conjunto de situaciones paradojales sin intentos de resolución.

Por Cecilia Hopkins
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Spregelburd, referente de un modo de hacer teatro que genera adhesiones y rechazos.
Una madre y sus dos hijos han perdido la llave de la caja de seguridad donde tienen todos sus ahorros. La escondió el tercero de los vástagos, que acaba de ser asesinado sin revelar el secreto. Los intentos desesperados de la familia por recuperar su dinero, las apariciones del muerto que regresa y otros despropósitos ocupan las dos horas y cuarto que dura El pánico, la obra que Rafael Spregelburd escribió y dirigió para un grupo de alumnos del último año de la Escuela Nacional de Arte Dramático. La propuesta se originó en una residencia que el autor, director y actor cumplió a lo largo del año pasado en la ENAD, la cual representó para él una experiencia diferente a su habitual trabajo de escritorio. La obra -.que se estrenó en formato de muestra a fines del año pasado– es la quinta parte de la Heptalogía de Hieronymus Bosch, serie de piezas inspiradas en La rueda de los pecados capitales –obra del pintor holandés fechada hacia 1475– entre las que figuran La modestia y La extravagancia. Puede verse en Del Otro Lado (Lambaré 866), los sábados a las 23, y los domingos a las 20.
Uno de los objetivos que se planteó el autor fue trabajar el argumento como una película de terror clase B, a partir de un conjunto de situaciones paradojales, obviando todo intento de resolución: “La obra es francamente cómica, errática, llena de desvíos”, detalla en la entrevista con Página/12. Y sigue: “No tiene síntesis porque la realidad misma no es sintética: los mundos simples no me interesan, me atraen los mundos erráticos, sin una orientación clara”. Por otra parte, el tiempo cronológico de la representación se ha convertido en otra de las obsesiones del dramaturgo. En este momento está ensayando como actor y director La estupidez, otra de sus obras, esta vez de 3 horas de duración, en la que aparecen 24 personajes, jugados por sólo 5 actores. Y en un intento de extremar más aún su posición estética, Spregelburd está abocado al diseño de Bizarra (“una metáfora elemental de la lucha de clases contada con todos los artificios banales de la telenovela”), que subirá a escena en el Rojas, estructurada en forma episódica: serán 10 las obras breves que, a razón de una por semana, completarán la historia en tres meses.
Mientras llevaba a cabo la escritura de El pánico el autor se planteó desdibujar su temática, a modo de desafío. En noviembre pasado, sin embargo, concretó una obra a pedido, sobre un tema determinado. Un momento argentino, de corte político, fue comisionada a Spregelburd por el Royal Court de Londres sobre los episodios de diciembre de 2001. Se estrenó en Inglaterra, Suecia y Alemania, donde aún sigue en cartel. Según el director, “los alemanes se interesan en nuestro teatro porque lo ven como un hecho político y a la vez no discursivo: les parece curioso que nosotros, trabajando con ideas acerca de la percepción o la modificación de lo real, no terminamos elaborando, como ellos, un discurso condenatorio sobre dónde está el mal o qué debería hacerse en determinada situación. Les parece exótico ver un producto que viene de un territorio donde ha explotado todo el sistema de producción de sentido”.
–¿Cuáles son las razones por las cuales oculta los temas que tratan sus obras?
–Yo tiendo a borronear el límite de los temas y a evitar lo discursivo. Creo que somos un país dividido alrededor de dos temas trascendentales: la dictadura y los desaparecidos. Y esto nos lo vino a señalar la crisis económica, la crisis de valores que se generalizó a partir de diciembre de 2002. No obstante, en El pánico me propuse no hacer ninguna referencia concreta y diluir toda referencia a la situación actual, porque creo que es muy difícil hacer una reflexión interesante sobre lo coyuntural o decir algo más interesante sobre la crisis económica que lo que ya dicen los periódicos. Creo que las referencias tendrían que aparecer en la cabezadel espectador sin necesidad de subrayados. Observo con estupor que de un tiempo a esta parte, las obras que se consideran valiosas son las que intentan decir con certeza algo verdadero acerca de las cosas que pasan. Estamos perdiendo progresivamente el derecho a la ficción y a la fantasía que luego permiten en el pensamiento la aparición de temas que están por debajo.
–¿Pero sigue escribiendo con el objeto de dejar un testimonio, un borrador de esta época?
–Sí, pero la época se filtra en mi escritura sólo a partir de procedimientos técnicos accidentales, debido a que los accidentes son, precisamente, consecuencias de esta época vivida en la Argentina, con sus muertos, sus desaparecidos y su identidad borroneada. Cuando en el teatro se intenta reflexionar acerca de cómo es una época, el resultado se parece más a un testimonio periodístico. En este país, todas las crisis están en la superficie, todo está a la vista, no hay ninguna ilusión que se sostenga más. Por eso, tengo la sensación de que la mera exposición de lo superficial es suficientemente interesante para pensar en lo profundo.
–¿Qué función cumple el humor en sus obras?
–Dentro de mis obras hay diferentes apelaciones al humor, algunas más paródicas, otras más grotescas o más filosóficas. Adhiero a una hipótesis heredada de Mauricio Kartun, mi maestro: existe un prejuicio contemporáneo en contra del entretenimiento cuando, en realidad, divertir es desviar, expresar determinadas cosas de una forma desviada. Yo creo que este mecanismo genera trascendencia, porque al no poder mencionar o explicitar algo, la cosa se vuelve inaccesible y desconocida y se ubica más allá del alcance de lo humano, en la esfera de lo trascendente. Para mí, la diversión y el humor son formas de desviación, formas profundas de conocimiento. Por eso no puedo escribir sin humor. Cada época tiene sus convenciones humorísticas y, cuando recurro a un humor no convencionalizado, sé que corro el riesgo de no hacer reír. De todas maneras, trato de no plantearme si lo que hago tiene o no que ver con el humor: me limito a escribir desviándome del sentido común, que es mi enemigo.

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