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Espectáculos|Jueves, 10 de abril de 2003

Baile flamenco, partido al medio

Carlos Saura retoma el tema bíblico de Salomé para ofrecer primero un documental sobre una puesta teatral y luego su consumación gitana.

Por Martín Pérez
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La primera mitad del film se ocupa de preparar al espectador.
Una mujer baila ante su rey para decidir el destino de un hombre. Pero no para salvarlo. Sino para pedir su cabeza. Esa es la anécdota que está en el centro de la historia de Salomé. Una historia que se remonta a dos mil años atrás y que fue contada primero en la Biblia. Narrada luego incontables veces en la literatura, el teatro y, finalmente, también en el cine, la tragedia de Salomé es la de una mujer que quiere seducir a un hombre santo y que luego, incapaz de hacerlo y cegada por su pasión, decide condenarlo. Salomé baila entonces la danza de los siete velos y su rey le entrega la cabeza de San Juan Bautista en una bandeja.
Trágicamente apasionada y sangrienta, ésta es la historia que el director español Carlos Saura decide contar en su film más reciente. Pero elige contarla desde el lenguaje que parece ser la gran debilidad a lo largo de su carrera: el baile flamenco. Poco hay de cinematográfico en la Salomé de Saura, o –mejor dicho– hay muy poco en el film que no sea pura y exclusivamente baile flamenco. Dividido al medio como una naranja, el film de Saura tiene una primera parte en la cual se narran todos los preparativos de la puesta flamenca de Salomé, que es la razón de ser del film. Ese largo prólogo es un flagrante documental falso, protagonizado por un proto-Saura que hace las veces de director de puesta, que narra en primera instancia la historia de Salomé y luego aparece aquí y allá recorriendo y entrevistando a todos los protagonistas, delante y detrás de bambalinas. Ese documental es en sí mismo una puesta en escena que excluye deliberadamente todo lo que esté vinculado con el medio que está registrando su historia –el cine– y que sirve para educar al espectador, como un curso de teatro flamenco que lo prepara para el verdadero espectáculo.
La segunda mitad de Salomé, la parte fundamental y la que importa, es simplemente una puesta flamenca de la obra. Música y baile en una misma escenografía, nada más y nada menos. De hecho, la primera parte del film está allí sólo para preparar al espectador para un mejor disfrute de este baile. Un baile que, de alguna manera, funciona como la antítesis perfecta de una película como Chicago, por ejemplo. Como contundente respuesta al premiado artificio de Rob Marshall, en la ascética y terminante Salomé se baila de verdad, y eso es lo único que sucede. El baile. Y nada más.
Sin embargo, hay una paradoja que atraviesa el núcleo fílmico de este último trabajo de Saura. Narrada la historia de Salomé desde su mismísimo comienzo, presentados sus actores, explicadas las intenciones de los responsables de la puesta, desde el iluminador hasta el vestuarista, después de esa primera parte bien podría no estar esa segunda parte. De tan explicada, se hace casi superflua. Porque el espectador está atrapado por toda la explicación del comienzo. Cuando llega el momento de presenciar el baile, le es imposible escapar de todo eso que le contó antes no sólo todo lo que va a ver, sino incluso todo lo que debe sentir. Antes de que suceda.

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