En La cenicienta, un musical de Marisé Monteiro (basado en el popular cuento de los hermanos Grimm) que presenta la escuela de Valeria Lynch, los buenos son virtuosos por excelencia y los malos, francamente insoportables. No hay matices en los registros actorales ni en la concepción del espectáculo, que resulta previsible y errático. La manera con que se busca la participación de los chicos es agresiva (“qué hay por ahí, chicos, ¡qué asco!”, dice la madrastra) y los juegos de palabras resultan incomprensibles y ni siquiera causan gracia en los adultos que acompañan a sus hijos. La historia que se recrea es muy conocida: Betina O’Connell interpreta a esa muchacha candorosa que vive rodeada de brujas que la explotan: la temible madrastra y sus dos esperpénticas hijas, que no tienen prurito en demostrar lo desesperadas que están por casarse. Cenicienta busca refugio en la amistad de sus amigos: el ratón y el oso Goloso.
Cuando el rey anuncia la fiesta en la que el hijo buscará una joven en el reino para comprometerse, las arpías, madrastra e hijas, se preparan con esmero y excluyen del convite a Cenicienta. La escenografía ambienta los espacios con austeridad y originalidad: cuando hay que desplazarse a la fiesta, con un toque de la varita, el hada madrina da vuelta lentamente los tramos que conforman la casa y en el reverso va apareciendo el castillo. El hada madrina torcerá la suerte de la joven que, finalmente, acudirá a la fiesta. Vestida como una auténtica princesa, enamorará al príncipe. Pero a la hora señalada Cenicienta se tiene que ir y en el apuro, se sabe, se olvidará el zapato. El príncipe intentará encontrar a su prometida probando el zapato hasta dar con la joven. El happy end está garantizado: la boda se anuncia y todos celebran que se ha formado una pareja.