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Espectáculos|Lunes, 1 de septiembre de 2003

Las luchas internas en el alma de los jóvenes viejos

En la obra teatral “El adolescente”, el director Federico León enfoca, con su particular estética, el comportamiento irracional de un universo disgregado, signado por el miedo y las inseguridades.

Por Hilda Cabrera
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La dramaturgia de “El adolescente” surge de la lectura de textos de Fedor Dostoievski.
Sería inútil querer encontrar alguna frase o palabra que sintetice a la adolescencia después de ver esta pieza de Federico León. Un adulto podría decir que el adolescente es en cierto modo semejante al individuo de cualquier edad que se siente extraño en su propia casa y maniobra su cuerpo con torpeza, no importa si rápida o lentamente. Lo invariable es esa rara impresión que produce ser un descolocado en el mundo. Es cierto que en el programa de mano se informa que esta dramaturgia surge de la lectura de textos del novelista ruso Fedor Dostoievski, básicamente de fragmentos extraídos de Humillados y ofendidos (1861), El idiota (1868), El eterno marido (1870), Demonios, Los hermanos Karamazov (1879), El adolescente y El doble. Pero esa aclaración no es suficiente para el espectador que intenta asociar lo que se dice en escena con todos esos títulos célebres, tajantes, irónicos y poéticos. Si quien está en la platea se empecina, puede que descubra enlaces entre algunos elementos de esta puesta y aquellas recurrencias que los estudiosos hallaron en la narrativa del autor ruso: las referidas a la disgregación de la personalidad, por ejemplo, o al cambiante ánimo de sus personajes y al dominio de lo irracional en el comportamiento de éstos.
Si se toman en cuenta estas observaciones, puede que no resulte desafortunada la alocada irrupción de los actores en la primera escena. Entrenados para correr, saltar, dar volteretas, cantar y patear a gusto, generan una inicial confusión con su desborde. Pero el alivio llega, y tras un apagón la agitación cesa, y hay incluso quien se atreve a más. Recuperando aire, uno de los personajes entrevera esa competencia física, tan deliberadamente desordenada, con frases teñidas de misticismo. Es el caso de Miguel, el “encallecido” que inventa viajes hacia sí mismo.
Continuando con el supuesto de que sea Dostoievski el principal inspirador de este trabajo, se prevé que las escenas expongan algún tormento interior. Que, efectivamente, aparece, y en algunas secuencias de modo impactante. Pero el tormento anida también en el afuera. Está en el aire. De ahí quizá la presencia de objetos utilizados como símbolo de resistencia y esgrimidos como si fueran escudos. Son un colchón y un casco de motoquero, pero también pueden serlo una guitarra o un revoltijo de remeras con las que probablemente unos y otros se identifiquen.
El escenario de la pequeña sala Cunill Cabanellas, convertido en una caja negra, anticipa un clima de pesadilla y de ilusiones abortadas. Esa es tal vez la atmósfera que requieren los miedos, sean éstos los surgidos del propio pensamiento o del entorno, puesto que, en este trabajo y desde la mirada adolescente, dos personajes obran como adultos y son señalados como patovicas, o como gente endurecida, pero obsesionada por mantenerse “en forma” y hacer suyo el mundo de los jóvenes. Gente a la que le urge dominar, entrar en el pellejo del adolescente, y, si no puede, aplastarlo.
En tanto experimento teatral, la obra reitera escenas. Un ejemplo son las secuencias referidas a la inseguridad de los personajes respecto de sus pensamientos y del propio cuerpo. Esto acrecienta la impresión de desvarío, tanto en el canto como en el aplauso que se conceden entre sí. Se los ve tristes, padeciendo ese “dolor real que torna al necio sabio”. Esos abismos que se producen a nivel interpretativo son en parte salvados por la inserción de cantos, algunos entonados con voz aflautada, como el encarado por Miguel, el adulto asaltado por visiones. El “desgraciado”, según Germán (otro adulto), se consume a sí mismo en su representación. Algo semejante sucede con la obra toda, ante cuyo final el público duda si debe o no aplaudir. Este tipo de convenciones suenan incompatibles con la obra, tal vez porque si algo queda claro en esta puesta es que al universo íntimo del adolescente no entra nadie.
¿Se trata de una obra de “jóvenes viejos” en lucha contra adultos dispuestos a apresar la juventud, aunque sea de modo violento? No intentarencontrarle el hilo a ésta y otras preguntas que, seguramente, se formulará el espectador implicaría aceptar sin más un trabajo empeñosamente fragmentado y actuado casi literalmente a empujones. Provocador o no, éste es un retrato sobre la adolescencia, sobre la desmesura de un tiempo que guarda, entre cicatrices, grandezas y minucias, gozo y dolor profundos, protestas y sumisiones, ideas, músicas y amores que deberían ser siempre nuevos. Autor premiado e invitado a festivales internacionales, León viene presentando obras desde 1997. Antes de su estreno en Buenos Aires, El adolescente fue presentada, en coproducción con el Teatro San Martín, en el Hebbel Theater de Berlin, el Holland Festival de Amsterdam, el Festival D’Automme de París y el Théâtre Garonne de Toulouse.

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