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Espectáculos|Viernes, 12 de septiembre de 2003
LA CIUDAD, UN TEMA TELEVISIVO POR EXCELENCIA

Esa fascinación por lo raro

Las imágenes de Buenos Aires invaden los programas con una consigna compartida: convertir lo exótico en algo menos chocante.

Por Julián Gorodischer
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Los cartoneros son uno de los objetivos habituales de la cámara.
El tema es la Ciudad, instalada en la agenda desde que se empezaron a repetir los spots y los embates entre candidatos. En el noticiero, el programa de crónica urbana o el canal cultural alguien propone una “poética de la exploración” que, como en los relatos de Julio Verne, termina convirtiéndose en un “psicoanálisis de la caverna” (Roland Barthes, en Mitologías). Se propone una salida a los universos de la villa, el vagón cartonero, el Riachuelo o la fábrica tomada, y lo que aparece es una forma constante de apropiación: volverlos familiares, amigables, ya sea mediante la ronda de mate de Gastón Pauls en “Ser urbano” o en la sobremesa de Juan Castro para “Kaos”. La ciudad de la tele se origina en una paradoja: la cámara sale a mostrar ese extrañísimo lugar en el que parece haberse convertido Buenos Aires tras diciembre de 2001 pero, allí mismo, no hace otra cosa que poner límites y amueblar: “Pantuflas, pipa y un rincón de hogar”, diría Barthes.
“Kaos” y el caído “Ser urbano” promueven su vocación por lo exótico, al modo circense. “Vea qué tan extraña, qué tan irreconocible es la Ciudad de los travestis, las prostitutas y los cartoneros...”, gritan sus conductores antes de salir a cazar en la tradición de “El otro lado”, el programa fundador que condujo Fabián Polosecki. Lo que llega, ahora que sólo “Kaos” quedó en el aire, es la operación del jesuita. El recorrido de Castro ilumina zonas oscuras y las familiariza para que puedan ser “integradas”. La modalidad del jesuita va siempre en la misma dirección: hacerse amigo del travesti, el taxi boy o el pibe chorro. Por más inhóspito que sea el territorio, el cronista se las ingenia para instalar el hábito burgués: tomar mate con bizcochitos o preparar una cena familiar o conocer el ámbito privado del protagonista. Allí donde “Kaos” propone el inicio de un viaje, aparece la construcción de “una vivienda”, el tranquilizador encanto de la cueva lista para ser habitada. En el vagón-casa, Castro charla como en un living de la zona norte y corona con la misión cumplida: “No tan distintos”, el policía y el ladrón, el rico y el villero. Ahora sí, la ciudad aprehendida deja conciencias aquietadas y permite dormir tranquilos: “¡He visto el mundo!”.
Viajar para colonizar o conocer para apropiarse: otra vez la misma operación se reconoce en los informes de “PuntoDoc” o “Informe central”, más ejemplos de crónica urbana, ahora que el género se puso de moda. La salida a los bordes del Riachuelo, donde los chicos se contaminan con plomo, será oportunidad de entrar a una casa, acotar a “un caso” y reconocer afinidades. El horror (como en “Telenoche investiga”) surgirá cuando se compruebe el parecido y quede flotante la sentencia: “A usted le puede pasar”. Como en el Nautilus de Verne, allí donde el goce consistía en mirar cómodamente el vacío de las aguas exteriores, la cuevita que recibe al cronista es cálida y amable como una tarde en familia, para que todo resulte dramáticamente aceptable: es “gente como uno”, pero en territorio ajeno. El locutor del tipo National Geographic los define como a una tribu amenazada o una especie en extinción, localiza al villano (la fábrica contaminante) y corona con otra confirmación de cercanía: “a pocos kilómetros del Obelisco”.
¿Qué hace, en tanto, el noticiero? La crónica fría, a primera vista, impediría la aparición de “lo familiar” pero siempre queda un recurso a mano. Aquí, el héroe de lo cotidiano tranquiliza tanto como el cronista misionero. Ese tendido de lazo, que en “Kaos” queda a cargo del cronista, aquí es asumido por un eventual hombre de bien que grita “¡Con los chicos no!” y denuncia o ejerce su rol caritativo. Una “madre coraje” o un donante se infiltran para acercar la moral occidental: en todas partes hay gente de bien. El noticiero pone límites a su excursión infernal cada vez que un vecino tiene una actitud solidaria. El goce del encierro, en “Ciudad abierta” (el canal cultural de la Ciudad), tendrá una formarenovada: la sección se aplica de igual manera a Mataderos o Recoleta; en cualquier barrio, un vecino muestra su ventana, o recorre su manzana o presenta un bar, un museo... Donde se impone una grilla desaparece la ciudad imprevisible. El viaje termina donde la cámara fija un límite: lo distinto, tarde o temprano, resulta familiar.

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