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Espectáculos|Viernes, 12 de septiembre de 2003
“LOS DIAS FELICES”, UNA PUESTA IMPERDIBLE DE A. NAUZYCIEL

La voz de una mujer encallada

El notable trabajo de Marilú Marini le da infinidad de matices a esta pieza de Samuel Beckett, que se ofrece hoy y mañana en el San Martín.

Por Hilda Cabrera
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El escenario se halla en penumbras cuando el público ingresa a la sala en la que Winnie, uno de los más célebres personajes creados por el irlandés Samuel Beckett, está a punto de ser despertada por un timbrazo. Así lo ha dispuesto el director Arthur Nauzyciel para su montaje de Oh! les beaux jours (Los días felices), obra que se ofrece hoy y mañana (en francés, con subtitulado electrónico), en la Sala Casacuberta del Teatro San Martín, representando a Francia en la IV edición del Festival Internacional de Buenos Aires. El amanecer va coloreando el fondo del escenario, donde Marilú Marini, actriz argentina radicada en Francia desde los años ‘70, interpreta a Winnie, una señora de mediana edad cercada, en un principio hasta la cintura, por un montículo reseco que se levanta en un páramo agrietado bajo un sol que cae a pleno. “¿Y ahora qué?”, es la pregunta que la mujer reiterará durante la peculiar jornada, cuando la asalte el temor a lo que vendrá. ¿Qué le espera? ¿La inacción total? ¿El olvido de las palabras? Se imagina mirando fijamente hacia delante con los labios apretados.
Oh! les beaux jours (cuyo estreno mundial fue en 1961, en Nueva York) es en este montaje, ambientado por el mismo Nauzyciel junto a Antoine Vasseur, un maratón de creatividad. La afinada expresividad de Marini no queda circunscripta al gesto. Maneja su voz de modo singular: puede ser dulce o feroz, pero siempre creíble. Ese arte lo demostró en Buenos Aires –y en los últimos años– en obras tan diferentes como Las criadas, de Jean Genet, el musical Mortadela (un homenaje a Niní Marshall) y La mujer sentada (traslación escénica de una famosa historieta de Copi), espectáculos que dirigió Alfredo Arias, otro argentino que emigró décadas atrás a Francia. Marini sabe ser candorosa y malvada, ácida y dulce. El “¿y ahora qué?” de la pieza de Beckett (quien vivió en Francia) es el punto de inflexión de un itinerario existencial que Winnie, ya cerca del fin de su vida, utiliza para organizarse “a pesar de todo”. En una entrevista con este diario, Marini se refirió al desdoblamiento que como actriz concreta en esta puesta. Esto se advierte en algunos gestos, a veces en una simple interjección, breves huidas de una trama que, como el hilo suelto que deja un artesano al anudar su tejido, le permite incorporar algo propio sin por ello serle infiel al autor. Esta Winnie escuchará varios timbrazos antes de que la luz la abandone y se refugie en el sueño.
La pregunta es si habrá otro día “divino” para esta señora dispuesta a espantar la idea del fin con ritos cotidianos, como rezar e higienizar su boca, pintar sus labios, arreglarse el pelo y encasquetarse el sombrero que la protegerá del sol en ese desierto en el que se halla también su marido Willie (interpretado por Marc Toupence). El hombre, lastimado y enfermo, se arrastra fuera de su vista (y de la del público), y le contesta con monosílabos cuando ella lo incita a charlar como si estuvieran en el mejor de los mundos. “¡Continúa, Winnie!”, se dice a sí misma para darse ánimo y hurgar dentro de su bolso, colocado sobre el montículo y todavía a su alcance. Saca varios objetos, “cosas viejas”, y un revólver que deja cerca suyo. Una pistola Browning, otro elemento perturbador en ese ámbito desértico iluminado por Marie-Christine Soma, cuya atmósfera completan Paul Quenson, a cargo del vestuario y de la utilería, y Xavier Jacquot, del sonido.
Cuando el hombre sale reptando de su agujero, que es su casa en ese páramo, lee muy escuetamente pero con voz firme algún aviso clasificado, y hasta le alcanza a Winnie una postal “puerca”. Acción que la motiva y la lleva a preguntarse qué es un cerdo. La mujer se atiene a los rituales y memora las alabanzas prodigadas en otro tiempo a su persona. Se observa en el pequeño espejo que aún conserva, al igual que una lupa (objeto que le sirve a la actriz para protagonizar escenas de un humor feroz), y recuerda haber tenido “cabellos de oro”. Bajo el sol de ese desierto individual, el delirio es otra vía de escape. Intenta rescatar de su memoria unos viejos versos que aluden al mar y a paisajes perdidos. Imagina ver incluso a unos “últimos humanos” cerca de ella. El personaje toma para sí una línea de una obra de W.B. Yeats (At the Hawks Well), “Evoco en mis recuerdos...”, para armar una situación en la que se ve a sí misma observada por una pareja que con voz ronca y grotesca se pregunta por qué no hay quien libere a esa mujer de la rocosa trampa. “¡Qué extraño, esos aparecidos!”, reflexiona el personaje.
Luego de un primer tramo, y de un nuevo regreso a la oscuridad, la bella y cuidada puesta de Nauzyciel se encamina hacia el final (la duración de la obra es de 110 minutos). Las palabras, instrumento de resistencia para Winnie, la abandonan. Crece en ella el miedo de que Willie desaparezca y quedar hablando en soledad. En este segundo acto, a la actriz le resta el rostro para expresar su desamparo y aquellas palabras que su personaje se empeña en no olvidar: tampoco una canción, un valsecito. Winnie advierte algo que le resulta vital: “Alguien me mira todavía... Ojos en mis ojos”, dice de cara al público. Se oyen varios timbrazos (¿llaman a escena?). El revólver permanece aún a la derecha de la mujer, que atrapada hasta el cuello no podrá alcanzarlo. Willie, el enfermo, se ha transformado, repta sobre el montículo y la mira: “¿Quieres acariciar mi cara?”, pregunta ella, olvidada ya de la canción pero no de la tristeza que embarga a quien finaliza su canto. El hombre resbala, deja de mirarla y se vuelve hacia el público. El final no deja de ser ambiguo, aun cuando Winnie haya experimentado sobradamente en su cuerpo que la tierra “extingue” fuegos y miedos y aplasta “brotes de melancolía”.

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