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Espectáculos|Sábado, 20 de septiembre de 2003
“OLIVER BEENE” Y “VALENTIN”, AL RESCATE DE UNA DECADA

Las mil y una caras de los sesenta

Como en el film de Alejandro Agresti, la nueva serie de Fox cuenta los “sixties” a través de los ojos de un niño. Pero los retratos son tan diferentes como sugiere la diferencia entre EE.UU. y la Argentina.

Por Pablo Plotkin
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Grant Rosenmeyer es Oliver, hijo de una familia disfuncional.
En Fox los ‘60 son bien coloridos, en “Valentín” prima la melancolía.
Toda década engendra sus tópicos, cánones estéticos que se fosilizan y almacenan a la espera de un futuro e inevitable reciclaje. Suelen ser imágenes engañosas, que reducen períodos a veranos, discos, guerras, corrientes filosóficas y avisos publicitarios. A menudo se barajan esos componentes y se los convierte en un collage que, en el caso de los años ‘60, abandona los tonos sepia para inaugurar la era del retro multicolor. Otra particularidad es que, en términos de análisis cultural, las “décadas” no suelen empezar en los años cero. Mañana a las 21, Fox estrena “Oliver Beene”, una sitcom ambientada en 1962 que narra el patetismo de una familia disfuncional desde la perspectiva del conflictuado hijo menor. Al mismo tiempo, la película en cartel Valentín, de Alejandro Agresti, transcurre en 1968 y enfoca la primera búsqueda de destino de un pibe de nueve años abandonado a su suerte. Los dos relatos están situados en los ‘60, pero hablan de épocas diferentes.
Grant Rosenmeyer, el chico que encarna a Ari en Los excéntricos Tenenbaum (Wes Anderson), es aquí Oliver, el hijo de un matrimonio de Queens que funciona más bien como una sociedad de miserias y desperfectos. Producto de Howard Gewirtz y Stan Levitan (responsable de “Just shoot me”), la comedia reversiona los clichés del primer lustro de los ‘60 para enmarcar los fracasos precoces del pequeño Beene. En el verano del ‘62, poco antes de la crisis cubana de los misiles, los ‘60 conceptuales todavía no habían empezado: John F. Kennedy seguía vivo, la psicodelia no había llego al pop (Los Beatles apenas si agitaban sus flequillos al ritmo de “Love me do”), movimientos como el feminismo y el situacionismo aún estaban en ciernes y Andy Warhol no terminaba de reinventar el arte de masas. Filmada en tonos chillones y editada con recursos de animación estadounidense clásica, “Oliver Beene” es la heredera absurda de “Aquellos años felices”, la serie en la que un tal Kevin repasaba su preadolescencia a través de la memoria en formato de voz en off (¡la voz de McGyver!). El mundo de Oliver es un mundo desencantado, pero el brillo del retro y los gags arquetípicos la convierten en una especie de comic lleno de plops!. Si las resoluciones siguen la línea del episodio inaugural, las moralejas de los Beene serán mucho menos agrias que las de “Los Simpsons”, familia discordante de la más cínica de todas las décadas.
A las órdenes de Agresti, en tanto, Rodrigo Noya hace de Valentín, un chico que vive en San Cristóbal con su abuela (Carmen Maura) y que, en el ‘68, tiene unos nueve años y una idea prematuramente acabada de la soledad. El director de Buenos Aires viceversa decide ambientar su película poco después de un verano cuyo imaginario pasaría a la historia como “los sesenta” (hippismo, lisergia, anticonceptivos, choques generacionales). Al igual que Oliver, Valen es un pequeño perdedor (aunque mucho más ingenioso, sensible y melodramático) que comienza a descifrar las complejidades de la vida a través de dos fondos de botella que agigantan su estrabismo.
Valentín está cambiando, al igual que el mundo. Sus sueños de astronauta retratan el momento en que la carrera espacial está a punto de alcanzar su primera apoteosis (la llegada del hombre a la Luna). Las azafatas son vistas como sirenas aéreas y “El extraño de pelo largo” suena en las radios de Buenos Aires. Los vinilos de Almendra, la heladera Siam con manija a bolilla, la Coca de vidrio y los fititos ronroneantes configuran el mapa nostálgico de una ciudad amarronada, que poco tiene que ver con las escenas de la California ácida y estridente. Cuando las noticias se filtran en la trama, es para anunciar el fusilamiento del Che Guevara en Bolivia. La inocencia estaba definitivamente perdida.
En principio, las referencias históricas de “Oliver Beene” son casi nulas. La recreación de la época es más bien cosmética: la moda dicta el curso del primero capítulo. El matrimonio Beene quiere pasar el verano fuera de Queens y arriesga una excursión al tilingo Capri Beach Club. Charlotte, la madre, pondrá a prueba su estatura social y no saldrá deltodo bien parada, con una malla enteriza fuera de temporada y una cultura alcohólica de preescolar. Ted, el homérico padre de Oliver, intentará reclutar pacientes para su consultorio odontológico, mientras Jerry, el hermano mayor, se paseará por los bordes de la pileta a la caza de un par de pechos. No parece necesario aclarar que la serie y la película están distanciadas por un abismo de espacio-tiempo, de género y de armas narrativas. Lo que las acerca, además de la década, es esa idea que sugiere que el arte, al reconstruir una época, no hace más que ficcionalizarla y convertirla en una dimensión fugada de cualquier certeza cronológica.

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