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Espectáculos|Sábado, 27 de septiembre de 2003
FESTIVAL INTERNACIONAL DE BUENOS AIRES

Los sonidos de un engaño, en una historia hecha con malentendidos

En coproducción con T&M de Francia, el Centro de Experimentación del Colón estrenó una ópera con música de Mario Lorenzo y texto de Esteban Buch. El tema: el físico alemán que estafó al presidente Perón asegurándole que podía fabricar la bomba atómica.

Por Diego Fischerman
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Alejandro Meerapfel y Virginia Correa Dupuy componen magníficamente a Richter y La Intérprete.
Carlos Natale, el coro y tres instrumentistas completan una interpretación de muy buen nivel.
En el principio, como casi siempre, está el malentendido. Un supuesto sabio alemán convence al presidente Juan Domingo Perón, apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, de que es capaz de fabricar la bomba atómica. A medida que el tiempo transcurre –y las presiones políticas aumentan–, Ronald Richter empieza a probar cualquier cosa para lograr la anhelada fusión del átomo, incluyendo unos parlantes. Y el error –o la estafa– deviene, con el tiempo, en dos éxitos: el Instituto Balseiro –que lleva el nombre de quien, precisamente, denunció la impostura de Richter– y el primer laboratorio de música electroacústica de Argentina, que utilizó parte del material abandonado en la Isla Huemul. No es raro, entonces, que en el comienzo de la ópera que el compositor Mario Lorenzo compuso sobre ese tema, junto al escritor e investigador Esteban Buch, la primera palabra la tenga La intérprete –único personaje totalmente de ficción–, alguien colocada allí, justamente, para evitar el malentendido. “Me dijeron que diga que en el principio había silencio”, dice el primer personaje de esta obra en que el ruido resulta protagonista.
La composición tiene aciertos como la espacialización del sonido de los dos pianos –colocados en extremos opuestos del escenario, con la percusión y el coro entre ellos– y la escritura densamente polifónica del coro en la secuencia del “métale nomás”, que culmina el primer encuentro entre Perón y Richter, el uso del falsete en la voz del alemán y los silabeos, sumados al excelente nivel interpretativo de Alejandro Meerapfel (Richter), Virginia Correa Dupuy (La intérprete) y Carlos Natale (Balseiro), del coro y de los instrumentistas (Alejo Pérez y Emiliano Greizerstein en piano, Ezequiel Finger en percusión). Sin embargo, aparece prisionera en su propio tema y termina víctima –en un sentido muy literal– del malentendido. La instrumentación de algunas escenas, en efecto, no permite entender lo que se dice. Lo abigarrado de la escritura y la superposición de fortísimos instrumentales con la voz de La intérprete hace que su personaje genere una involuntaria ironía, al ser absolutamente ininteligible. Podría tratarse de algo buscado, desde ya. No hubiera sido una mala idea que la música, como esos ruidos de Richter que algunas crónicas barilochenses aseguran haber oído llegar desde el lago, irrumpiera en el texto, lo invadiera y lo tornara incomprensible. Pero de ser así, hubiera sido necesaria alguna señal –escénica o musical– que revelara esa intencionalidad.
El otro malentendido es el del propio tema, ausente en este caso tanto de humor como de profundidad de análisis. En ese sentido, el libreto adolece de algo también observable en los libros de Buch: una excesiva confianza en la capacidad asociativa del receptor, como si alcanzara con la mera enunciación de algunos brillantes hallazgos documentales. En un punto, el pudor y cierto ascetismo estético se confunden en sus efectoscon la falta de elaboración. En esta ópera en la que, por otra parte, falta conflicto y teatralidad –no hay ópera, podría decirse–, Perón, la propia idea de una bomba atómica, el espacio simbólico de la Patagonia, las tramas del poder y la relación del Estado con alemanes por lo menos sospechosos de nazismo, se deslizan sin densidad y sin provocar demasiadas alteraciones, tampoco, en la música. Forma, textura e instrumentación, salvo en el acierto de las tres voces asignadas al personaje de Perón (voces que no son del todo homofónicas ni polifónicas, lo que podría ser una interesante manera de sonorizar a un líder populista) no varían demasiado a lo largo de los 66 minutos de duración de Richter. Hay, en la escritura de Lorenzo, un gesto interesante, que tiene que ver con cierta desmesura y desborde dinámico. Pero ese gesto no resulta suficiente para sostener toda la estructura. La meticulosa dirección musical de Franck Ollu –y la fundamental preparación del coro por parte de Mariano Moruja-, un trabajo de iluminación correcto, a cargo de Patrick Puechavy, el vestuario atractivo y funcional de Catherine Laval y una marcación escénica neutra por parte de Antoine Gindt no lograron, en todo caso, hacer que una obra bastante carente de atractivos propios pudiera convertirse en un espectáculo. No obstante, la misma aventura de escuchar y ver una obra nueva, de ser los primeros en juzgar una composición y de enfrentarse con la producción de dos argentinos que actualmente trabajan en París, convierte a Richter en algo valioso en sí mismo.

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