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Espectáculos|Sábado, 27 de septiembre de 2003
PAGINA/12 PRESENTA MAÑANA UN DISCO CON LO MEJOR DEL SALTEÑO JAIME DAVALOS

Canto con fundamento y sabiduría popular

El CD incluye una selección de poemas interpretados por el mismo Dávalos y temas compuestos junto a Eduardo Falú. “Zamba de La Candelaria” y “Canción del jangadero”, entre otras, dan cuenta de su notable talento.

Por Karina Micheletto
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Jaime Dávalos tenía una gran cultura literaria y un gran conocimiento del hombre común.
“Me jugué todo lo que tenía a las manos de los hombres simples de la tierra. Creo en ellos. Me visto con las ropas que ellos hacen. Todas las palabras que hablo están potenciadas con el símbolo que callan los otros, aquellos que me enseñaron a hablar callando”, dejó escrito el salteño Jaime Dávalos. Aquellas palabras del poeta renovaron el folklore argentino cuando fueron dichas por primera vez, y hoy se multiplican en cada peña o guitarreada. Página/12 ofrece con su edición de mañana una selección de poemas interpretados por el mismo Dávalos (un gran decidor, además de poeta y músico, con una voz profunda y musical) y canciones que compuso junto a otro salteño, Eduardo Falú. Una dupla de la que surgieron innumerables canciones que hoy son clásicos del cancionero argentino, como “Zamba de La Candelaria”, “Canción del jangadero”, “Vidala del nombrador”, “Tonada del viejo amor” y “Las golondrinas”, todas incluidas en la selección.
Avido lector de los poetas españoles y franceses, de latinoamericanos como Neruda, Vallejo y Rulfo, de Shakespeare, y de toda la gran biblioteca de su casa familiar (su padre fue el escritor regionalista Juan Carlos Dávalos, quien le dedicó a Salta libros como Los gauchos, Molinos y Salta, su alma y sus paisajes), utilizó todo ese bagaje cultural con un profundo conocimiento del lugar que habitó, y creó una corriente expresiva novedosa y a la vez popular, llena de metáforas ligadas a la tierra y sus misterios, y al lugar del hombre que trabaja en esa tierra. Si hasta entonces el folklore se había nutrido de letristas, que recogían intuitivamente los saberes populares, a partir de la aparición de poetas como Jaime Dávalos (y de otros fundamentales como Manuel J. Castilla, Cuchi Leguizamón, Armando Tejada Gómez, Hamlet Lima Quintana o César Perdiguero), el cancionero se renovaría y se enriquecería en imágenes.
“La temática nuestra no era solamente el canto al paisaje o al amor, también el canto al hombre, a su destino frente al trabajo, a la vida de los zafreros, los tabacaleros, los artesanos”, detalla Falú. En el bellísimo poema “Temor del sábado”, incluido en el CD, Dávalos retrata: “El patrón tiene miedo que se machen / con vino los mineros. El sabe que les entra como un chorro de gritos / en el cuerpo. Que enroscado en las cuevas de la sangre / les hallará el silencio / el oscuro silencio de la piedra, que come sombra socavón adentro (...) Con pupilas abiertas como tajos / le pedirán aumento, / mientras giren quebrando entre las manos / el ala del sombrero. Y los ojos, de pena y polvo, tristes / les caigan como manchas en el suelo. Hay que esconder el vino como un crimen / el vino pedigüeño...” La producción literaria de Dávalos incluye libros como Rastro seco (1947), El nombrador (1957) y Toro viene el río (1957), y sus mejores temas fueron compilados en libros que hoy son prácticamente inhallables: Poemas y canciones, que incluye su producción desde 1944 a 1950; Coplas y canciones, editado en 1967; Cancionero, publicado un año antes de su muerte.
“La obra del tata está hecha del mismo paño que su vida. El era un apasionado, un revolucionario dulce, un despertador de conciencias, siempre sorprendiendo y escandalizando, y también por eso siempre perseguido. Un enamorado del pueblo silencioso que no puede expresarse, y que él quiso hacer hablar por su boca.” Así lo describe hoy su hija, la cantante Julia Elena Dávalos. Lo que sorprende de la poesía de Jaime Dávalos es que a la exquisitez de su pluma se suma un conocimiento profundo del hombre en comunión con su tierra. Una comunión tal que en algunas de sus metáforas, hombre, árbol, piedra o río se vuelven uno, como aquel jangadero que navega río abajo, confundido en las escamas de oro vivo, piel de barro, fabulosa lampalagua, del padre río.
“Jaime tenía muy buen oído, a veces yo le mostraba una melodía, él enseguida la aprendía y los versos le salían como agua de manantial, comodice la copla”, cuenta Eduardo Falú. “Tenía una gran facilidad para componer porque cantaba, entonces no sacrificaba la palabra, siempre estaba bien acentuada. Hay una sola excepción: ‘Zamba de La Candelaria’. Ahí la primera copla dice: ‘Cantando la zamba La Candelariá’. Pero ocurrió que esa primera copla la hizo Arturo, el hermano de Jaime, y él la dejó así”, cuenta con picardía Falú. Esa fue la primera de sus composiciones en conjunto, a principios de la década del 50, que resultó un verdadero hit del momento. “¡Después de eso a todos les empezó a encantar escribir zambitas!”, se ríe Falú. “Hasta Borges escribió cosas para cantar con guitarra. Yo tengo una milonga hecha con él, ‘Hombre de antigua fe’.”
Hay algo que repiten quienes lo conocieron y compartieron su intimidad: Dávalos era un gran conversador, le gustaba extenderse en los relatos y las anécdotas. Y él se enorgullecía de eso: “Soy un ser de una gran fecundia verbal. Capaz de hablar horas, días, años. Porque es como pircar, un viejo oficio del hombre que llevo puesto en la sangre, que he heredado de los mayores boliches, de la gente que no sabe que sabe, pero cuando empieza a averiguar le sale ese saber que ellos no saben: el saber popular”, escribió.
Gracias a la popularidad de sus canciones, llegó a tener sus propios espacios en televisión. Entre fines de los ‘50 y principios de los ‘60 condujo “El patio de Jaime Dávalos” y “Desde el corazón de la tierra”, con el que ganó un Martín Fierro. Cuentan que nunca pudo estar mucho tiempo quieto, y no sólo recorrió el país con sus canciones, sino también como dibujante, alfarero, titiritero. Dicen además que a cualquier hora de la madrugada llamaba a la casa de los Falú para anunciar que había terminado de cerrar su último tema. Que le decían “el Oso”, porque de joven robaba miel en los panales de lechiguanas, pero también por el halo de ternura que lo rodeaba. Que ninguna mujer lo pudo tener completamente, y cada vez que se divorciaba aparecía en un mítico refugio de salteños, en la calle Julián Alvarez, y revolucionaba la casa. Murió en 1981, a los 60 años. Su hija está segura de que murió de tristeza. “Sentimos que mi tata se murió por esa Argentina desencontrada que contemplaba con dolor. Se le notaba la impotencia, la gran desesperación por no poder llegar a cada uno, y así deslumbrarlos, zamarrearlos”, se lamenta Julia Elena. La muerte solía ser un tema recurrente en sus charlas. Estaba seguro de que es lo único que todos deben afrontar responsablemente: “Uno debe pensar todos los días en que nace a la mañana y muere un poco con el día, al atardecer”, escribió. Y completó: “Cada día es el aula donde se aprende el oficio más importante; el oficio de ser hombre. Y el hombre, según Kierkegaard, es un ser nacido para la muerte. Lo importante es que lo sepa. No que luche desesperadamente por llegar a la muerte, pero que tenga el coraje de sonreír cuando la tenga a su lado”.

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