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Espectáculos|Lunes, 6 de octubre de 2003

La mejor música, para retratar la peor tragedia de la humanidad

La puesta de “El emperador de la Atlántida”, ópera de Victor Ullmann escrita en un campo de concentración nazi, conmueve y deleita.

Por Diego Fischerman
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“El emperador...” tiene un impecable funcionamiento dramático.
Lombardero, a cargo de la régie, potencia su compromiso histórico.
Toda obra tiene una estética y corresponde a una determinada sociedad y a una manera específica de pensar el arte y su circulación. Pero hay óperas –Don Giovanni, Pelléas et Mélisande, por ejemplo– en que las connotaciones temporales pueden obviarse. En donde, más allá de su pertenencia a un mundo estético particular, la obra ha conquistado –a veces por las lecturas acumuladas que la historia ha hecho con ellas– un status de abstracción, de obra cerrada, significante en sí misma. En una composición escrita en un campo de concentración, por alguien que poco después fue asesinado en Auschwitz y en donde, en la última escena, La Muerte explica que no es ella quien causa el dolor sino quien lo alivia, en cambio, la alternativa de incluir la historia circundante en la ópera –y, al mismo tiempo, incluir la ópera en La Historia– aparece como una de las alternativas más válidas. Y Marcelo Lombardero, responsable de la notable puesta que acaba de estrenarse en el Colón de la genial El emperador de la Atlántida, de Victor Ullmann, juega esa carta a fondo.
En esa escena final, donde La Muerte es un personaje de una dignidad apabullante y en la que los personajes secundarios cantan un coral luterano donde las palabras “Komm Gott” (“ven Dios”) han sido reemplazadas por “Komm Tod” (“ven muerte”), Lombardero coloca a ese cuarteto vestido con uniformes de campos de exterminio en tanto, detrás, se proyectan descarnadas, despojadas de otro énfasis que el de la propia materia que muestran, las imágenes documentales de los cadáveres esqueléticos apilándose en las fosas y de sobrevivientes. Son las imágenes del horror, en estado más puro. Y si la ópera es teatro y artificio; si, como se jactaba Monteverdi en la introducción de su último libro de madrigales, el efecto se había obtenido porque los asistentes a la función del Combatimento de Tancredi e Clorinda (una especie de mini ópera concentrada que, además, es citada en El emperador...), habían explotado en llanto, en el caso de esta puesta se trata de una ópera funcionando como deberían funcionar todas: conmoviendo, haciendo tambalear las convicciones de quien mira y escucha, y logrando que la música sea, como creían los barrocos que habían creído los griegos, el vehículo para que las palabras se adentren en los afectos; para que el texto se hunda en el sentimiento como un cuchillo en la manteca tibia.
Victor Ullmann escribió esta obra, en que no ahorra las ironías y críticas a la guerra en general y al nazismo en particular, mientras estaba prisionero en el Theresienstadt, algo que los alemanes gustaban identificar como ghetto modelo, más allá de su claro funcionamiento como campo de concentración. Situado al norte de Praga, allí se deportaban artistas e intelectuales y se les permitía trabajar, hasta cierto punto, en actividades creativas. Ullmann fue un activo organizador de conciertos y, además, se desempeñó como crítico musical oficial del campo, en un periódico que se les permitía imprimir. Poco después de una visita de la Cruz Roja, el 23 de junio de 1944, la mayoría de los prisioneros –entre ellos Ullmann y otros dos grandes compositores, Pavel Haas y Hans Krasa– fue enviada a Auschwitz para su exterminio. El período de tres años que Ullmann pasó en Theresienstadt, paradójicamente, fue el único en que fue considerado por sus pares como un compositor y en que pudo dedicarse a esa actividad. En El emperador de la Atlántida, en el estilo Kurt Weill, este antiguo discípulo de Schönberg se complace en acompañar el discurso del Emperador Overall (sobre todos) con el himno alemán en modo menor. Y el propio tema (un texto magnífico de otro prisionero, Peter Kien) no parecía el más indicado para satisfacer a las autoridades del campo. En la obra, la declaración de “guerra total, de todos contra todos” y la confianza de que se contará para ella “con nuestra vieja aliada, La Muerte”, es contestada por el desprecio de ese maravilloso personaje que se negará a matar a alguien hasta que el propio Emperador acepte ser su víctima. Uno de los ejes del impecable funcionamiento dramático de esta versión de El emperador de la Atlántida es Hernán Iturralde. Con un fraseo puro y exquisitamente delineado, timbre cálido y homogéneo, y un manejo de los recursos expresivos que hace que su voz jamás deje de estar al servicio de su personaje, este bajo que aparece como una de las grandes revelaciones de este año exhibe, además, una presencia escénica fabulosa, capaz de lograr significados con gestos mínimos, y construye un personaje a la vez poderoso y conmovedor, habitado por una implacabilidad que va más allá de su propia voluntad y por una resignación y un cansancio eternos. Luciano Garay, en un Emperador con rasgos de comedia (ayudado por esa especie de carrito desopilante en el que se mueve), une seguridad vocal e ironía. Gui Gallardo, perfecto como El Altoparlante (un papel casi circense, a su exacta medida), Enrique Folger en un excelente Arlequín y Laura Rizzo y Gabriel Centeno como la pareja que combate hasta enamorarse (la escena del dúo en que, frente a frente, se desvisten, es magnífica) y Alejandra Malvino en el papel de El Tambor, componen un elenco de gran nivel. La cuidadosa y detallista dirección musical de Guillermo Brizzio consigue una muy buena respuesta de la pequeña orquesta de trece instrumentos, en la que se destaca el saxo alto de María Noel Luzardo. El vestuario y la imaginativa escenografía de Gastón Joubert colaboran con la contundencia de uno de los mejores espectáculos que se han presentado últimamente en Buenos Aires.

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