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Espectáculos|Domingo, 12 de octubre de 2003
Gustavo cerati fue la figura excluyente del primer dia del quilmes rock

Ecos de los ochenta, con frío y glamour

El ex Soda cerró la primera noche con una actuación ambigüa: primero fue a todo vapor rockero, después se sumergió en cierta letanía electropop. También hubo tiempo para revivir el enterrado gigante Soda Stereo. Antes, el público disfrutó de un contundente show de Los Siete Delfines.

Por Esteban Pintos
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Gustavo Cerati alternó momentos de pulsión rockera, pasajes de revival de Soda y lapsos de languidez.
El primer intento serio por instalar en Argentina la idea (y la obra) de un festival multicolor de rock, tal como se los entiende hoy en día -sobre todo en el primer mundo–, echó a andar este fin de semana en una primera noche que, además de luna llena, trajo la sorpresa del frío. Nadie esperaba que la temperatura bajase tanto como para desanimar eventuales concurrentes y para disminuir el “calor” de quienes estuvieron el viernes en el predio del club River Plate, contiguo al estadio Monumental. Que se veía bien monumental, pegado a esta estructura de superproducción montada para siete días y más de 60 bandas de dispar categoría, convocatoria y estilos, con tres escenarios, carpas, plateas tubulares, locales comerciales y un criterio de producción y servicio acorde a la época (jornadas “temáticas”, sería el concepto).
Esta versión nacional y popular (auspiciado por la cerveza idem, combustible de una generación signada por la cultura de la esquina, el fútbol y, justamente, el rock “nacional”) de un megafestival cuyo interés reside en el tamaño y la abundancia de oferta, puede pensarse también como una puesta al día en la memoria y balance del rock argentino 2003, a punto de cumplir 40 años de vida. Faltan artistas, claro (los más notorios y populares, Los Piojos y La Renga, esquivos a este tipo de convocatorias; pero también Charly García, por quien se intentó hasta último momento), pero esto que ofrece el “Quilmes Rock 2003” es casi, casi, lo que hay. Mientras en un país vecino como Brasil golpeado por una crisis económica más o menos similar, pero más abierto y atractivo al mundo (al primer mundo, está claro), se avecina un desfile de artistas hiperactuales por Río de Janeiro –White Stripes, Super Furry Animals, The Streets, Beth Gibbons, The Rapture, Wilco, 2Many Djs, entre otros– junto a una avanzada de las más reciente producción local, en Buenos Aires desfilarán algunos próceres, otros poderosos y una más o menos nueva generación de artistas. Plus, la presencia “internacional” de Café Tacuba y Die Toten Hosen.
Este primer fin de semana, pues (serán dos más, 17 y 18, 24 y 25 de octubre), brillan por la misma intensidad lumínica simbólica que otorga un evento de estas características –dotado de su propio star-system de consumo interno– el aura de Gustavo Cerati y Luis Alberto Spinetta, el estado de gracia popular de Las Pelotas (ver página 28) y la infalibilidad de Divididos. Esta noche, la expectativa mayor pasará por la seguidilla Spinetta-Divididos. Con la presencia de Virus y Richard Coleman (con Los Siete Delfines) el viernes, y de Los Pericos, Attaque 77, y Vicentico en días subsiguientes, se completa la idea: buena parte del imaginario del rock argentino 2003 sigue pegado a la producción de los liberadores años ‘80. Recién una segunda avanzada de finales de la década del noventa (Bersuit, Catupecu Machu, Babasónicos, El Otro Yo en primer lugar, Dante Spinetta, Cabezones, Arbol, Emmanuel Horvilleur e Intoxicados, tal vez Leo García, un poco más atrás) parece preparada para tomar el poder.
El viernes, primera noche de festival, dejó consigo, además de la novedad, los nervios e inconvenientes de todo estreno (sincronización de horarios entre escenarios, sonido, organización en general), el recuerdo de una contundente demostración (algo tardía, es cierto) de rock oscuro y sugerente por parte de Richard Coleman, icono underground de los ochenta siempre a punto de... pero nunca concretado. Cierto azar del destino del negocio del rock argentino actual y la fallida gestión por Charly García puso a Coleman y Los Siete Delfines en un lugar de privilegio: el gigantesco escenario mayor, pantallas de video, tiempo de desarrollar un set contundente de canciones, atención mayoritaria de los 5000 presentes. Se recuerda que Los Siete Delfines son, en estos momentos, una banda que aparece de vez en cuando en la escena porteña, consecuencia de la estancia de su líder en Los Angeles. Coleman volvió más flaco y rejuvenecido, rearmó el grupo para dos shows en un club de Palermo y de golpe seencontró bajo las grandes luces del mayor festival de rock argentino en mucho tiempo. Cumplió, sin conceder nada. Puso en marcha una maquinaria eléctrica que nunca se detuvo por espacio de una hora y pico, repasó canciones clave de su producción de principios de los noventa y se ganó una gran ovación por la prepotencia misma de su rock de guitarras filosas. La expectativa sobre la presentación de Cerati en un ámbito “abierto” pasaba por saber cuánto de su innata condición de líder de masas aparecería. Si bien el perfil actual de su banda es más rockero que el de anteriores formaciones, y el pulso de su maltratado último disco Siempre es hoy se acerca a cierta gimnasia rockera perdida en el camino, Cerati parece todavía luchar con su pasado de superestrella masiva y su pose de hombre-vanguardia, y no decidirse entre un camino y el otro. Al menos, eso se vio en sus últimas apariciones públicas en Buenos Aires, en el Luna Park y el Gran Rex. Restaba saber si eso también sucedería en River, o si daría rienda suelta a su versatilidad de encantador de multitudes, motivado tal vez por un ambiente festivalero al que no parece muy afecto. ¿Qué pasó? Ni una cosa ni la otra. El suyo fue un show ambiguo en el impacto y el efecto sobre el público. Arrancó a toda marcha, pero a mitad de la actuación pareció atascado en la bruma de sus ambientaciones electrónicas para canción pop. Sus primeras cinco canciones, pero sobre todo en el puente entre sus más recientes “No te creo” y “Artefacto”, calentaron el ambiente y lo mostraron pleno sobre el escenario, con el histrionismo escénico intacto. Pero a mitad de show todo se volvió lánguido, sugerente eso sí, pero bastante monótono para el ámbito en el que se desarrollaban los acontecimientos. Apenas la seguidilla final de guiños sodastereos, con “En remolinos”, “Danza rota”, “Sobredosis de TV” y “Un millón de años luz” –junto a Coleman– y dos perlas de su carrera solista (“Te llevo para que me lleves” y “Puente”, la de “gracias por venir”) despertaron cierto fervor y cerraron la noche con un poco de excitación.

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