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Espectáculos|Domingo, 23 de noviembre de 2003
LA CUMBIA ROMANTICA, EL REGRESO A LAS FUENTES QUE ENCARA SEBASTIAN MENDOZA

“No me quise subir al tren de la villera”

Aunque una nueva generación de cumbia villera sigue arrasando, hay otros exponentes que empiezan a pisar fuerte, como Sebastián Mendoza.Con su grupo semifamiliar toca en los mismos barrios y en los mismos clubes, pero sus letras no encarnan la síntesis “bandido y tóxico”.Mendoza y los otros cultores de la cumbia norteña, en cambio, simplemente hablan de amor.

Por Pablo Plotkin
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A la hora de elegir género, tras Malagata, cambió rumbo.
El remisero –al que le brotaron dos lamparones en los sobacos de la camisa– prueba todos los espejos retrovisores, visualizando las posibles vías de escape en caso de una emboscada. “Mirá que yo soy chofer, no corresponsal de guerra”, aclara. “En cualquier momento pego la vuelta.” Papirola, el manager de Sebastián Mendoza, escucha el comentario desde afuera, sobre una apacible callecita de tierra de Barrio Lindo, en la zona de Monte Grande. “Quedate tranquilo, papá, que acá somos Coca Cola, nos conoce todo el mundo”, dice acodándose en la ventanilla. A los costados de la escuelita Alfonsina Storni, las pintadas de cal rinden tributo a Damas Gratis, al igual que las mochilas de las nenas que cuchichean entre risitas cuando Sebastián, el cumbiero cachorro, salta las escaleras de la entrada al colegio. Después de firmar autógrafos y generar un revuelo en hora de clases, el Seba sale acompañado de Milton (su hermano menor y percusionista) y un grito de varón se impone desde la ventana enrejada del primer piso de la Storni: “¡Aguante La Base, puto!”.
Si Sebastián es una estrella romántica en formación, La Base es la última gran pegada de la cumbia villera. Mientras el guachín canta “acércate, no tengas miedo, después de tanto tiempo me debes conocer”, los básicos arengan: “Argentinos, llegó la hora de jalar (léase aspirar) y está bien”. Cuando buena parte de la industria apostaba a que el subgénero bandido y tóxico empezaba a extinguirse, de pronto ganó territorio una segunda generación, más prediseñada y desbocada que la fundacional: La Base, Altos Cumbieros, La Trucha, Re Piola, Eh! Guacho, El Punga, SuperMerK2... “Salí a pelearla en un momento muy difícil para la música que yo hago”, asume este cantante de cumbia norteña de 19 años. “Están todos en la moda de la cumbia villera. Yo no me subí a ese caballito al que se suben muchos. Traté de pelearla con lo mío.”
A los 12 años, Mendoza tocaba rock en bandas de barrio, en especial covers de La Renga. A los 15 conoció al dueño del legendario grupo Malagata (liderado en sus comienzos por “El Maestro” Antonio Ríos), quien poco tiempo después le propuso sumarse como vocalista. “Fue difícil de llevar, porque Malagata siempre tuvo cantantes mayores de edad, con mucha experiencia. Y yo la única experiencia que tenía era el barrio: tocar con los amigos, cantar en los cumpleaños, en el corso, por el sánguche y la Coca, como quien dice. Pero ahí aprendí muchas cosas: a manejarme arriba del escenario, a ser un showman.”
A un par de cuadras de la escuela, sobre la calle Polonia, el rancho de los Mendoza huele a ruda. Construida debajo de un árbol que se cierne sobre un techo de chapa acanalada, la casita tiene una puerta con tiras de plástico y un equipo de música que alterna la radio y el flamante segundo disco de Sebastián, Todo bien. A través de un jardín de yuyos, el estrafalario Papirola habla por teléfono inalámbrico moviendo los brazos. Dos fanáticas del Seba –una de 13, de Lugano, y la otra de 23, de Núñez– observan al ídolo desde la vereda, suspirando y comentando algo cada vez que su culo comete algún tipo de flexión. A la mayor le da pánico hablarle, pero cree suplir esa tara con un escote permisivo.
Mariela, la hermana del cumbiero, ceba mate debajo de un alero de chapa y comenta que todos los días hay chicas haciendo guardia del otro lado del cerco. Pero la casa funciona a puertas abiertas. En la parte de atrás del terreno se erige un galpón en el que ensaya y duerme la banda durante las pocas horas muertas que impone el vértigo bailantero del fin de semana. En ese mismo lugar –decorado con fotos familiares, figuritas religiosas y una bandera de Laferrère–, Alfredo Mendoza, padre de Sebastián y compositor de algunas de sus canciones, machacaba su rocanrol sureño antes de que el pibe se convirtiera en astro de los bailes del conurbano. “Sebastián se crió acá, rodeado de música”, se enorgullece Alfredo, hombretón de melena entrecana que exhuma cierto aplomo de cacique.
Cuando terminó lo de Malagata “por problemas contractuales”, no pasó mucho tiempo hasta que Sebastián armó una banda con su hermanito, un par de primos y amigos del barrio. “Nos juntamos a tocar con instrumentos prestados, con mi batería que estaba toda rota, de la nada. Hasta que empezaron a surgir un par de propuestas de diferentes productores y representantes”. Decidieron tocar norteño y, por consejos de la oficina que los contrató, lanzarse como el proyecto solista del cantante. “Hay muchas bandas de barrio que eligen hacer norteño, creo que es el estilo que elige el 70 u 80 por ciento de las bandas de los barrios pobres”, calcula Sebastián. Si fuera por el contexto social, él también tendría “chapa” para hacer villera. “Yo vivo en un barrio humilde y aprendí a caminar la calle con pibes más grandes que yo. Pero no por eso voy a salir a gritar que soy reloco. Si la gente me acepta, va a ser por las historias de amor que cante. Hay algunos que cantan cumbia villera y la van de rehumildes, y yo sé lo que sale la ropa deportiva que usan, y por ahí tienen puesta una luca en pilcha. Se contradicen en muchos puntos.”
Las influencias de Mendoza se encuentran en grupos como Sombras (en especial en la etapa de Daniel Agostini), La Nueva Luna, los cachaqueros Mensajeros del Amor, artistas que viven una ardorosa existencia paralela al boom villero. El Seba es el emergente estelar de una corriente que recupera los conceptos fundacionales de la movida (dulzura rítmica, hedonismo suburbano, ortodoxia musical norteña y santefesina) y cuyo efecto exhibe algunos síntomas elocuentes. Pablo Lescano, líder de Damas Gratis y cerebro de la cumbia villera, reivindica desde hace tiempo las bases del género, luego de haber sido uno de los principales mentores de la cumbia “cachivacheada” con ritmos jamaiquinos. Al mismo tiempo, el grupo La Retro se prepara para lanzar su debut y explicitar cierta tendencia tradicionalista.
“De lo nuevo, hay muy poco que sea diferente”, observa Sebastián, que supo ganarse el respeto de “la vagancia” en un momento en que lo meloso no está del todo bien visto. “Por vivir en un barrio pobre y escuchar cumbia villera, no van a dejar de pasarte cosas del corazón. A mí me tocó bailar con la más fea muchas veces. Toqué en la noche de la cumbia villera con Damas Gratis, Pibes Chorros, Metaguacha y en el medio, redesubicado, Sebastián Mendoza. Y me recibieron diez puntos. Porque con los pibes de la banda tratamos de no vender ninguna, tiramos la que sentimos, que es tocar cumbia. Somos los pibes que tocan norteño”.
Es viernes después de la medianoche y en el baile Kory Huayra de Pompeya, epicentro de la colectividad boliviana, el nombre de Mendoza relampaguea en neón contra la marquesina que da a la avenida Sáenz. Es el primer show del fin de semana y las chicas en la pista se pelan la garganta. El ídolo se acomoda el pelo cepillado, bate palmas y canta “Siempre” con esa voz azucarada que vibra entre la astucia callejera y el corazón dolido. El ritual comenzó más temprano, en el rancho de Barrio Lindo. Todos los viernes, las chicas de los fans club se congregan en la calle Polonia para salir de caravana detrás de la combi.
“Van a todos lados, agitan y hacen las cosas que yo no haría por nadie, si te digo la posta”, comenta Sebastián, que termina de cantar media hora en Kory, vestido de traje y zapatillas blancas, y se calza un buzo canguro para fotografiarse en la trastienda del boliche junto a las decenas de chicas que quieren un retrato con él. Muchas de ellas van a estar en todos los bailes de la noche, prendidas en la gira hasta que el sol aplane el perfil del suburbio. “Así como salen del último baile, se toman el bondi, se van sin dormir a hacer la cola a la puerta del canal (América) y aguantan toda la tarde hasta las ocho, que tocamos nosotros. Así como salen, van a sus casas, se bañan y vuelven a mi casa para salir en la gira del sábado. Otra vez toda la noche.”
A la salida de Kory, dos pibas dirimen a golpes un conflicto de vaqueros. Sebastián se mete en la combi y los asistentes alientan el despegue de la primera madrugada. Será un viaje a 140 kilómetros por hora en sostenida dirección sur: Temperley, Florencio Varela y Quilmes. Más vértigo, más humedad, más romance. “Para mí esto sigue siendo una fantasía, un sueño”, había dicho Sebastián, hundiendo la cabeza entre los hombros. “Es una fábula que vivo día a día. Y llega el lunes y estoy de nuevo en mi casa, con mi vieja, en el mismo barrio donde nací y donde quiero vivir para siempre.”

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