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Espectáculos|Domingo, 7 de diciembre de 2003
LITA STANTIC REPASA SU TRAYECTORIA FRENTE A UN AÑO DE RECONOCIMIENTOS INTERNACIONALES

“Un productor es aquel que ayuda a pensar el cine”

La productora y amiga de María Luisa Bemberg, que ahora es parte esencial del nuevo cine argentino, con su apoyo a los films de Lucrecia Martel, Pablo Trapero, Adrián Caetano y Diego Lerman, fue homenajeada en París y Nueva York y el martes recibe el Premio Príncipe Claus, de Holanda.

Por Luciano Monteagudo
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“Hago el cine que me interesa, quiero producir películas que a mí me gusten, que yo después quiera ver”, dice Lita Stantic.
Cuando pasado mañana, el embajador de Holanda en Argentina, Robert Jan van Houtum, entregue el Premio Príncipe Claus 2003 a Lita Stantic, esta productora fundamental del nuevo cine argentino habrá recibido su tercer reconocimiento internacional en el lapso de un año. A fines del 2002, el Forum des Images de París organizó especialmente una retrospectiva de sus films, como productora de María Luisa Bemberg primero y de Lucrecia Martel, Pablo Trapero y Adrián Caetano, en el último lustro. Tres meses atrás, un homenaje similar se llevó a cabo en el Lincoln Center de Nueva York, donde también se exhibió su única película como directora, Un muro de silencio (1993), que sigue siendo uno de los mejores films argentinos sobre el período de la dictadura militar. Y ahora llega de Holanda este premio, “por su trayectoria y por su participación clave en el impulso y la difusión del trabajo de jóvenes cineastas, así como por haber producido a lo largo de estos años de crisis económica y política, películas de prestigio que contribuyeron fuertemente a la renovación y al reconocimiento internacional de la cinematografía argentina”.
Mientras prepara el lanzamiento, para el próximo Festival de Cannes, de La niña santa, la nueva película de Martel, Stantic conversó con Página/12 sobre sus comienzos como espectadora y como crítica, sobre los años de plomo, sobre el nuevo cine argentino y sobre política cinematográfica.
–¿Cuándo y cómo empezó esta pasión por el cine?
–Ya de niña y en la primera pubertad. Yo iba muchísimo al cine. Empecé con el cine argentino y las comedias musicales de Hollywood, que fue lo primero que me entusiasmó. Nací en Triunvirato al 3900, en la misma cuadra donde estaba el cine Parque Chas, que cerró cuando yo todavía era chica. Voy a confesarlo: soy del ‘41, porque de no confesar mi edad me ponen que soy más vieja. Eran las épocas en que se daban tres películas, el cine tenía techo corredizo, uno se llevaba los sandwiches de milanesa... Era algo muy especial el cine de barrio.
–¿Y cuándo descubrió que había otro cine?
–Cuando entré a la secundaria empecé a escribir críticas, a ir a ver otro tipo de películas, a rajarme al centro a ver otras cosas. A los 15 años, me compré un libro que se llamaba Reflexiones sobre el cine, de René Clair, que un poco me cambió la vida. También había escapadas a la Cinemateca, en el centro: empecé a ver cine mudo, que tanto había defendido Clair, y ¡escribía en el pizarrón de la escuela consignas a favor del cine mudo! Eso me hizo muy popular en el colegio porque los profesores se detenían a leer esas frases y desatendían sus materias para discutir esas cosas. O escribía las recomendaciones de la semana y ponía ahí una película de Ingmar Bergman y se armaba un despelote bárbaro.
–¿Y en la facultad?
–Me enteré de que Simón Feldman estaba dando unas clases de guión y ahí conocí a Pablo Szir, que fue mi compañero durante diez años. Con él armamos un grupo y empezamos a hacer cortometrajes. Eran los años ‘65, ‘66.
–Se venía el golpe de Onganía...
–Recuerdo que Octavio Getino había armado una distribuidora de cortometrajes y yo estaba a cargo. Por entonces todavía existían las cooperativas, a las que les alquilábamos cortometrajes, y hacíamos debates. Y en una de aquellas charlas, Octavio dijo: “Dentro de poco vamos a tener que dar nuestras películas en los sótanos”. Debo confesar que lo entendí a medias en aquel momento, pero evidentemente Octavio y Pino Solanas ya estaban trabajando clandestinamente en La hora de los hornos. Para 1968, cuando vimos la película terminada, Pablo y yo, entre otros, nos integramos al Grupo Cine Liberación, para difundirla.
–¿Qué impacto produjo el Cordobazo?
–Para todos nosotros fue bastante fuerte: nos hizo pensar que la revolución estaba cerca y que con el cine había que colaborar con la revolución. Para esa época, empezamos a tener la idea de hacer un film de ficción. Pablo había leído Isidro Velásquez, formas prerrevolucionarias de la violencia, de Roberto Carri (el padre de Albertina), hicimos un guión y un trabajo de investigación bastante largo en el Chaco, donde Velásquez, en los obrajes, para los recolectores de algodón, era algo así como un Robin Hood. Filmamos en el ‘71 y para el ‘72, cuando entramos en la etapa de compaginación, pensábamos que el único cine posible era el cine político. Pero naturalmente había que vivir e Isidro Velásquez... terminó con lo poco que teníamos. Pablo siguió profundizando en la cosa política, yo seguí trabajando en la publicidad, y en algún momento nos separamos. Para mí, entonces, la única manera de sobrevivir era trabajar en producción. Pero me di de cuenta de que desde la producción también era posible hacer un aporte creativo. Atravesé fines del ‘74, comienzos del ‘75 haciendo La Raulito y para entonces me había desvinculado totalmente de la política.
–¿Por qué?
–Creo que fue una mezcla de desencanto y miedo. El desencanto vino con lo que pasó en Ezeiza, en la segunda vuelta de Perón. Para mí fue muy fuerte y tuve la certeza de que lo que venía después era un camino que llevaba a la muerte.
–¿Cómo fue hacer cine bajo la dictadura?
–Hacia 1978, Alejandro Doria me da un libro que había escrito Aída Bortnik, que se llamaba La isla, y ahí me asocié con él, para hacer aquella película y después Los miedos. Todo esto en plena dictadura. Yo ya había hecho como jefa de producción La parte del león, la primera película de Adolfo Aristarain, que había tenido problemas de censura, particularmente con el libro, como sucedía entonces. Concretamente, le censuraron el final: el crimen debía pagar. En el caso de La isla, la censura más fuerte pasaba por el tema de los actores, porque la mayoría estaban prohibidos, en listas negras. Y en el Instituto de Cine había una persona que venía de la SIDE y otra que venía de la Iglesia, que eran quienes leían los libros y decían si se hacía o no. Con María Luisa, tuvimos la visión de preparar Camila desde mediados del ‘82, que es una película que sin la caída de la dictadura no se hubiera podido estrenar. Empezamos a filmar exactamente el día después de que asumió Alfonsín y fue la primer película posdictadura.
–¿Cuándo aparece la necesidad de hacer Un muro de silencio?
–Fue en el año ‘86, cuando acá me hago muy amiga de Julie Christie, en el rodaje de Miss Mary, y me pregunta qué es el peronismo y que pasó durante la dictadura militar. Fue un libro que se trabajó durante mucho tiempo, que yo no pensaba dirigir. Incluso tuve un par de encuentros con Margarethe von Trotta, que me dijo que era una locura que una alemana se enfrentara a una historia que los europeos nunca terminan de entender.
–¿Cómo fue su relación con la película?
–Fue una experiencia dolorosa, por diversos motivos. En lo económico, la verdad es que fue terrible. Entendí que me costaba mucho ser la productora de mi propia película. Tuve que involucrar todos mis ahorros y perdí mucho dinero, pasé un momento muy malo. Después, quizá porque la crítica había sido buena y me había gustado la experiencia, pensé que podía llegar a volver a dirigir. Tenía otros dos proyectos, pero ninguno me conformó del todo. Y allí aparece Pablo Reyero, con Dársena sur y me involucro nuevamente en la producción. Hice cinco documentales para la Secretaría de Cultura de la Nación y para dos de ellos convoqué a Lucrecia Martel. Yo sabía que Lucrecia tenía un libro desde hacía tiempo y no podía filmarlo. Era La ciénaga. Había rebotado –increíble– concursos del Instituto y estaba perdiendo la confianza. Lo leí, me encantó y le dije: “Lo hacemos”. Lo presentamos al Sundance, ganó y cuando ya estaba muy involucrada en la producción empecé a pensar: “¿Cómo va a dirigir esta chica esto?”. Tuve una gran angustia. Porque una cosa es un guión, muy bien escrito, con muy buenos diálogos, y otra es conseguir que todo eso cobre vida en la pantalla. Pero Lucrecia demostró que no sólo era una excelente guionista sino también una excelente directora.
–¿Y Pablo Trapero?
–Aparece con Mundo grúa, que ya la tenía filmada, con el montaje ya prácticamente definitivo, pero había que hacer una ampliación a 35mm, había que trabajar el sonido... La película me gustó mucho, la vi una segunda vez y me dije: “Hay que largarse”. Sabía que iba a ser muy difícil comercializarla, pero pensé que tenía que hacer algo para que la película se pudiera ver en salas. Y fue un éxito: hizo 80.000 espectadores, que para ese tipo de película, en blanco y negro, está muy bien. Y después vino Bolivia, de Adrián Caetano, donde estuve involucrada en un comienzo, pero después continuó el jefe de producción, Matías Mosteirín, y yo quedé como infraestructura. El caso de Tan de repente, en ese sentido, es similar al de Mundo grúa, en la medida en que ya tomé la película cuando estaba casi terminada, pero le costaba salir a la luz.
–¿Cómo definiría la tarea del productor?
–Son tantas y tan diversas las maneras de producir una película... En principio, un productor es aquel que consigue los medios para hacer una película, que la organiza desde un comienzo y se involucra con ella para toda la vida, porque es larguísima la relación con una película. Después de años, uno siempre vuelve a ella, por uno u otro motivo. Me parece que si hubiera que buscar una palabra, diría que un productor es como un editor, alguien que elige un texto para involucrarse y encuentra los medios para que una novela se publique. Y que también tiene algo que ver en el producto final. En el caso de la película, yo me involucro mucho en las charlas con el director sobre el casting y sobre el equipo técnico. Por otra parte, en la filmación yo casi no estoy. Con María Luisa iba más al rodaje, con Lucrecia menos. Naturalmente veo el material que se va filmando, aconsejo retomar cosas cuando me parece que hay algo que no está suficientemente logrado. Y después, estoy en la posproducción, en el corte último de la película, no con presiones sino con charlas.
–¿Se puede pensar entonces al productor también como un terapeuta?
–Hay algo de eso, en la medida en que el productor ayuda a pensar. Pero también hay peleas. Y los terapeutas no se pelean con los pacientes. Hay instancias en que se llega a la discusión. También me gusta la figura del entrenador del box, que le sugiere cosas al oído al boxeador antes de salir al ring. Hay directores que creen que necesitan esto y otros que creen que no lo necesitan. Siempre me acuerdo de algo que me dijo Lucrecia en medio de una pelea: “Yo sé que si hay dos personas que no duermen por las noches pensando en la película somos vos y yo”.
–¿Cómo es que una productora de carácter fuerte como usted decide trabajar con un cine de autor?
–Fundamentalmente porque es el cine que me interesa. Quiero producir películas que a mí me gusten, que yo después quiera ver. Como los directores son muy distintos, no sirve que yo tenga la última palabra. La película no es un producto mío, es del director. Yo a lo que aspiro es a aportar algo. Si hay alguien con quién conversar, siempre es más difícil equivocarse. Cuando me preguntan cuándo vas a volver a dirigir, yo contesto: cuando encuentre una persona como yo que me produzca.
–¿Cómo evalúa este momento del cine argentino?
–Creo que es una generación muy heterogénea, como ha sido siempre heterogéneo el cine argentino. Creo que dentro de esa generación hay algunos directores muy interesantes, pero que curiosamente no se reconocen como generación, como sucedía por ejemplo con la llamada “Generación del ‘60”. Esta es también una época distinta, más individualista. Pero lo que es más sorprendente es que las películas de estos directores superan incluso la misma ambición que ellos tenían inicialmente, que era la de contar una historia. Muchos de ellos (no todos) no tienen esa premura de decir algo “importante”, pero quizá precisamente por eso sus películas terminan siendo muy expresivas de un momento y una circunstancia.

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