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Espectáculos|Martes, 16 de diciembre de 2003

Música de cámara con gusto popular en la auténtica cuna del clasicismo

En Viena, el Ensemble Pierrot Lunaire tocó música de Gustavo Mozzi. Las composiciones buscan incorporar el gesto improvisatorio.

Por Diego Fischerman
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Gustavo Mozzi compuso música a pedido de un grupo vienés.
Hace unos veinte años formó parte de un grupo tan original e interesante como efímero, cuyo nombre, tomado de la calle donde ensayaba, era Membrillar. Gustavo Mozzi era uno de los dos guitarristas, concurría a los cursos de música latinoamericana que solían organizarse en Uruguay o Brasil y, poco después, comenzó a investigar en la murga y el candombe como materiales posibles. Integró el grupo del Tata Cedrón, formó La Cuerda y, más adelante, El Murgón. Y, a comienzos de 1999, volvió a grabar un disco atípico y excelente, Los ojos de la noche, donde diversas formaciones camarísticas tocaban obras en las que, sin embargo, era imposible no distinguir un sabor indiscutiblemente popular.
Cuatro años después, nuevas orquestaciones de algunos de esos temas y varias composiciones recientes fueron tocadas, en Viena, por un grupo de cámara notable: el Ensemble Pierrot Lunaire (que el mes pasado estuvo en Buenos Aires, para tocar en el ciclo de música contemporánea del Teatro San Martín y en el Centro de Experimentación del Colón). El lugar fue, además, uno de los clubes de jazz más prestigiosos de esa ciudad, el Porgy & Bess –por donde pasaron entre otros Paul Motian, Joe Zawinul, Regina Carter, John Abercombie y la Viena Art Orchestra– y los conciertos se transmitieron en directo por Radio Nacional de Austria. Con él viajaron el percusionista Facundo Guevara (“como para garantizar que lo rítmico estuviera en su lugar”) y el bandoneonista Matías González. El resto estuvo en manos del guitarrista y del grupo integrado por Barbara Schuch en clarinete, la flautista Silvia Gelos, Florian Wilscher en violín, Aleksandar Timotic en cello y Gustavo Balanesco en piano.
La primera verificación, claro, es que los ritmos de Mozzi no son los del mercado. “No me interesa hacer algo para cumplir con un compromiso externo a la música. Grabo o toco sólo cuando hay algo que sé que quiero decir”, explica Mozzi a Página/12. Pero sucede, también, que parte del silencio guardado durante el tiempo transcurrido desde su último disco tiene que ver con una veda que se autoimpuso. Director primero del sello BAM (la colección de discos que produjo el Gobierno de la Ciudad al comienzo de la gestión de Jorge Telerman como secretario de Cultura) y luego director artístico de la Dirección de Música de la Ciudad, Mozzi decidió evitar cualquier actividad musical que pudiera ser leída como deudora del tráfico de influencias o, lisa y llanamente, como autoprogramación. Y, por otra parte, le quedó bastante poco tiempo.
En este proyecto aparecen sus viejas obsesiones (“unir un sonido camarístico a tradiciones populares”), sus amores (Francis Hime, que fue arreglador de Chico Buarque, entre otros, y Nino Rota, el compositor italiano que trabajó junto a Fellini) y una manera de escribir meticulosa en la que el gesto improvisatorio está rescatado casi milagrosamente, sin que se pierdan riquísimos contrapuntos y un trabajo textural de gran complejidad. “Habiendo oído cómo tocaban y viendo cómo aprendían y cómo querían apropiarse del estilo, de cómo preguntaban todo el tiempo y, sobre todo, a partir de la comprobación de la calidad y el compromiso estético de algunas improvisaciones, mi próximo trabajo con ellos será más flexible, supongo. Esta vez estaba casi todo escrito pero traté de que hubiera momentos en que no lo pareciera”, relata.
“No creo que sea contradictorio partir de ritmos o de elementos melódicos de músicas locales y trabajarlos de una manera afín con el lenguaje de la música de cámara”, dice Gustavo Mozzi. “No se trata, por supuesto, de jerarquizar lo popular con lo clásico ni darle a lo clásico la fuerza que supuestamente podría faltarle. No es cierto que la música clásica tenga un valor superior a cualquier otra música y, por lo tanto, mal podría jerarquizarla. En este caso se trata, simplemente, de hacer una música que tenga que ver conmigo. Yo no soy uno cuando escucho música clásica (o cuando estudiaba guitarra en el conservatorio) y otro cuando toco una milonga”, argumenta. “De todas maneras, hay algo de fatalidad. Por ahí es inevitable que a uno le salga lo que le sale. Yo no hago planteos a priori, no decido qué voy a componer antes de hacerlo. Aun cuando la música clásica y las tradiciones populares tienen sus propios códigos y su propia lógica, mi lenguaje abreva en los dos mundos por igual.”

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