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Espectáculos|Jueves, 29 de enero de 2004

La clase media ilustrada vuelve

En Las invasiones bárbaras, el director canadiense Denys Arcand retoma al grupo de La decadencia del imperio americano.

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Los hijos de Marcuse y Mayo del ‘68 siguen con sus veladas cultas.
Por H. B.

Falta sólo el cartel que diga “Veinte años más tarde ...”, abriéndose sobre la imagen del hombre a quien las sucesivas sesiones de quimioterapia le han hecho volar el poco pelo que le quedaba. Y quienes lo rodean, alrededor del lecho de enfermo: la resignada esposa, el odiado hijo, la bonita nuera y una enfermera, objeto de los lances del inquieto paciente (la enfermera, pero también la nuera). Veinte años más tarde –diecisiete, para ser más precisos–, Rémy, el historiador que en sus postrimerías se autodefine como “socialista sensual”, ocupa una cama en un hospital público, aunque bien podría pagar la internación en alguna confortable clínica privada. Pero, por más que la salud y la época jueguen en contra, no es cuestión de renegar de las ideas de toda la vida, y una de ellas tiene que ver con el papel del estado en la salud pública.
Rémy es uno de los cuatro amigos que diecisiete años atrás se habían reunido en una hermosa casa con parque, al borde de un lago. Hijos de Marx, Marcuse y el ‘68, aquella vez Rémy, Pierre, Claude y Alain habían pasado un fin de semana junto a sus esposas, entre delicias de la buena mesa, citas cultas, certeros epigramas, algún que otro coqueteo y un aire de cinismo progre, sobrevolándolo todo. Ahora, esa misma casa servirá de escenario para una terminación bien literal. Pero eso es recién al final de Las invasiones bárbaras, donde el canadiense Denys Arcand retoma, dos décadas más tarde, los personajes de su película más celebrada y exitosa, La decadencia del imperio americano. Las dos nominaciones al Oscar recibidas anteayer en Los Angeles (se da casi por descontado que la película gana al menos en la categoría Mejor Film Extranjero) confirman que a la secuela no le fue peor que al original. Algo que ya había empezado a testearse en Cannes 2003 –de donde se llevó las Palmas correspondientes a Mejor Guión y Mejor Actriz– y que se siguió confirmando en cuanta plaza se estrenó.
No es difícil comprender las razones de esa recepción, las mismas que hicieron de La decadencia ... una ganadora segura. Aquí, como allí, al espectador se lo hace parte de una reunión de espíritus agudos, liberales y modernos, que expían su malaise de vivre de la manera más culta, civilizada y elegante. Si se le suman el buen vino y las exquisiteces culinarias, no hay quien pueda resistirse. Sobre todo, teniendo en cuenta las ventajas imaginarias que brinda el cine: es posible que, en la realidad, más de un invitado se sintiera marginalizado, al lado de un grupo que intercambia códigos no precisamente inclusivos. De todos modos, en el caso de Las invasiones bárbaras (el título se relaciona con el atentado de las Torres Gemelas) esto corre sólo para la segunda parte de la película. La que, no sin astucia, calca la película original, agregándole un fuerte elemento de pérdida.
Antes de que Rémy (Rémy Girard) y sus cofrades vuelvan a aquel paradisíaco paraje lacustre, Las invasiones bárbaras narra otra cosa. Otras cosas, para ser más precisos, ya que esta vez y a diferencia de la anterior, el guión de Arcand tiende a trabajar no por concentración sino por acumulación y dispersión. Se despliega, a lo largo de esa primera parte, una agenda de temas que incluye el choque generacional, los ciclos históricos, el balance de toda una vida desde el lecho de enfermo, el picaflorismo militante del protagonista y el lamentable estado de losservicios públicos, cuya impensada semejanza con los de aquí no pasará inadvertida para el espectador local. Hábil comunicador, Arcand sabe disparar sus dardos sobre todos estos puntos sensibles, disimulando el hecho de que esa suma de apuntes convierte a la película en una suerte de versión progre de Polémica en el bar.
Lo demás está pensado para complacer al querido público maduro y de clase media ilustrada, desde la inclusión de una junkie convenientemente hermosa hasta la reconciliación entre padre e hijo (y madre e hija), pasando por el reencuentro con los viejos amigos y amantes y la celebración de rituales compartidos y, sobre todo, compartibles. Hasta arribar a un final tan abrupto como una inyección letal.

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