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Espectáculos|Viernes, 13 de febrero de 2004

Theo Angelopoulos busca la triple corona en Berlín

El notable cineasta griego presentó en la Berlinale El prado de las lágrimas, primera parte de una ambiciosa trilogía que aborda metafóricamente el tema del exilio. También se posiciona para el Oso de Oro Antes del atardecer, una epifanía romántica de Richard Linklater.

Por Luciano Monteagudo
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El núcleo del film es “mínimo”: una pareja a merced de los vientos de la historia del siglo XX.
El director griego Theo Angelopoulos quiere la triple corona del circuito mayor de los festivales internacionales y está a punto de conseguirla con su nueva película, la primera parte de un monumental proyecto titulado casualmente Trilogía. En 1980, Angelopoulos se llevó el León de Oro de la Mostra de Venecia con O Megalexandros, su enorme metáfora sobre el destino manifiesto de Grecia a lo largo de la historia. En 1995 estuvo a punto de conseguir el premio mayor de Cannes con La mirada de Ulises, su celebrada odisea dedicada a la tragedia de los Balcanes, pero se le cruzó en el camino Underground, de Emir Kusturica, y Angelopoulos tuvo que esperar hasta 1998 para volver a Itaca con la Palma de Oro, gracias a La eternidad y un día, filmada en la bruma eterna de Tesalónica. Y ahora con esta entrega inicial de su esperada Trilogía, denominada El prado de las lágrimas, Angelopoulos –uno de los cineastas más singulares del cine europeo del último cuarto de siglo– se posiciona en la primera línea para obtener este fin de semana el codiciado Oso de Oro de la Berlinale.
Concebida como un fresco ciclópeo sobre el exilio del pueblo griego, El prado de las lágrimas es una de esas películas que no pueden pasar inadvertidas para ningún jurado. Es tanta su ambición conceptual, tanto su despliegue visual, tan abrumadoras sus dimensiones –6 millones de euros de costo de producción, cientos de extras, tres horas de duración–, que pareciera que este primer tramo de la Trilogía sólo puede obtener el premio mayor, o no llevarse nada. El cine de Meg Angelopoulos nunca se llevó demasiado bien con los términos medios.
Dicho esto, no puede dejar de reconocérsele al cineasta griego –el único de su país que ha trascendido las fronteras internacionales, sin renunciar jamás a su visión personal del mundo y a sus raíces helénicas– que El prado de las lágrimas es un film a la altura de su omnipotencia y de su ambición. Hay una voluntad de demiurgo en Angelopoulos, un deseo de reconstruir el mundo para abarcarlo en toda su magnitud que aquí se expresa de una manera mucho más radical incluso que en sus films anteriores. El motivo central del film, su materia dramática es mínima o, mejor dicho, básica, esencial: una pareja a merced de los vientos huracanados de la historia del siglo XX. Nada más, ni nada menos. La propia voz de Angelopoulos (“Escena uno, golfo de Tesalónica, 1919”) introduce al espectador en las primeras imágenes del film, cuando un grupo de refugiados griegos llega del puerto de Odessa, escapando del fuego cruzado de la guerra civil entre mencheviques y bolcheviques.
A partir de allí, de ese enorme, sostenido plano general –los grandes planos de este primer tramo de la Trilogía no parecen una cuestión de óptica sino de ideología, como si Angelopoulos necesitara captar una realidad lo más amplia posible, el individuo y todo su contexto–, la película se entrega a recorrer la tragedia de Eleni a lo largo de casi treinta años, hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando ella –la agonista, a la manera de la dramaturgia helénica– es liberada de la prisión para descubrir que está sola en el mundo, que el hombre que ama no ha vuelto del exilio en los Estados Unidos y que sus hijos murieron en la guerra sin encontrar una sepultura digna.
Casi todas las tragedias y los mitos griegos parecen atravesar este Prado de las lágrimas, desde Las troyanas de Eurípides hasta el hilo de Ariadna que –en una de las secuencias más impactantes del film– ella parece entregarle a su amado, para que no se pierda en el laberinto del exilio. El cine de Angelopoulos nunca fue realista sino, por el contrario, siempre metafórico, abstracto, poético, y aquí lo es más que nunca. Las palabras casi no tienen lugar en los 180 minutos que dura el film sino en todo caso los sonidos: la sirena de un barco que se aleja, el rumor del mar que llama a la aventura, el silbato de un tren que ahoga una descarga de metralla. De la misma manera, Angelopoulos engarza un plano secuencia con otro, a cual de mayor impacto visual, con un pueblo entero sumido entre las aguas –una construcción que demandó meses de trabajo en unas zonas bajas para que luego pudiera ser filmada cuando subían las aguas– hasta un imponente funeral en donde las carrozas son barcas y balsas, con siluetas de negro recortándose contra la niebla.
En el extremo opuesto del arco expresivo está otra de las fuertes contendientes a los premios principales de la Berlinale, Before Sunset (Antes del atardecer), en la que el director estadounidense Richard Linklater –de quien se estrenó ayer en Buenos Aires la magnífica Escuela de Rock– reencuentra a la pareja de amantes de Antes del amanecer, nueve años más tarde. Después de aquel recordado encuentro en los parques de Viena (que le valió a Linklater el Oso de Plata en la Berlinale del ‘94), el muchacho estadounidense y la chica francesa vuelven a cruzar sus vidas, ahora por 80 minutos en las calles de París. El (Ethan Hawke) está casado, tiene un hijo y se ha convertido en un escritor de cierta fama, gracias a una novela que refleja aquella fugaz historia de amor y que está promocionando en una gira europea. Ella (Julie Delpy) es activista de organizaciones no gubernamentales, canta y compone canciones acompañándose con una guitarra y no está segura de querer formar una familia. Filmada en tiempo real, acompañando el ininterrumpido diálogo de ambos por los cafés, los bulevares y las orillas del Sena, la nueva película de Linklater hace de esa reunión pública y a la vez íntima una pequeña epifanía romántica.
Mientras el film de Angelopoulos es casi mudo, el de Linklater (que parece rendir permanente homenaje a la nouvelle vague) abunda en palabras. Uno tiene una escala colosal, el otro más que un film parece una miniatura de porcelana. El griego abraza casi medio siglo de todo un pueblo; el estadounidense, menos de una hora y media en la vida de sus personajes. Gravedad y ligereza se complementan y equilibran en el tramo final de la Berlinale, que anuncia para hoy otros dos grandes nombres en la competencia, el francés Eric Rohmer y el británico Ken Loach. Parece difícil también encontrar dos cineastas que hagan un cine más diferente.

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