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Espectáculos|Jueves, 4 de marzo de 2004

La dignidad viaja en tren nocturno

La nueva película de los autores de “Tonto y retonto” no sólo demuestra un increíble desprejuicio, sino también la lucidez de poner en el centro de la escena los mecanismos del prejuicio social y proceder a desactivarlos de la manera más contundente. Por su parte, “El tren blanco” le da voz e imagen a ese ejército de las sombras que integran los cartoneros.

Por Luciano Monteagudo
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Un documental que lucha contra la discriminación.
El paisaje se ha vuelto tan familiar que ya suele pasar inadvertido para los habitantes de Buenos Aires: los miles de cartoneros que se despliegan cada noche sobre la ciudad se han vuelto más invisibles que nunca y esa invisibilidad le otorga al documental El tren blanco su actualidad y su razón de ser. La película de Nahuel García, Sheila Pérez Jiménez y Ramiro García –egresados de la escuela oficial de cine ENERC y de la Fundación Universidad del Cine– devuelve la mirada sobre ese ejército de las sombras para restituirle un rostro, para darle imagen y voz a esos hombres, mujeres y chicos que han quedado al margen no sólo del mercado laboral sino también de la sociedad toda.
“El tren blanco es un medio de vida, el que le da de comer a miles de personas. Nos llaman cirujas, pero es trabajo, nada más ni nada menos”, dice uno de los muchos pasajeros de ese convoy que sale todas las noches del conurbano con su cargamento de carros y changuitos, empujados por gente que alguna vez tuvo su oficio –panaderos, albañiles, carpinteros, peluqueros– y que la crisis fue empujando a revolver en la basura. “Junto diarios, otro laburo no tengo, me la tengo que rebuscar para darle de comer a mi hijo y a mi jermu”, apunta otro. “Yo trabajaba en una fábrica de lavandina, había mucha gente que laburaba y ahora la ves toda acá arriba. ¿Vergüenza? No, qué voy a tener, si no molestamos a nadie. En la pobreza se convive, la pobreza es el corazón, es cuando alguien te dice te amo y no le importa lo que vos tenés.”
La película se propone, sobre todo, luchar contra el prejuicio y la discriminación, mostrar quiénes son, cómo viven y qué sueñan mujeres como Ramona (43 años, cinco hijos, ocho nietos) y chicos como Christian, de 12 años, que cuenta que, de lo que gana con el cartoneo, “le doy la mitad a mi mamá y con la otra me compro lo que necesite, cosas para la escuela, o unas medias”. La imagen es siempre expresiva y suele detenerse en detalles significativos: los saludos fraternos al comienzo del viaje; los guardas de la línea Mitre controlando los abonos de los cartoneros (como si fueran pasajeros de un tren en serio y no de unos vagones pintados a la cal, sin puertas ni ventanillas); el chupete o los escarpines que cuelgan del manubrio de los carros, como si fueran los mismos que se solían ver en los colectivos.
Hay varios problemas, sin embargo, que conspiran para que El tren blanco no consiga enteramente su cometido. En primer lugar, al documental le falta proveer mejor la información: nunca queda claro de dónde sale el tren blanco, a qué estación llega, qué hacen los cartoneros con los papeles que recolectan, a quién se lo venden, a qué precio, ni cuál es el singular convenio con la empresa ferroviaria. Algunos de esos datos figuran en la gacetilla de prensa, pero no aparecen en el film, que se ve obligado entonces a reiterar los testimonios en una única dirección de sentido: el reclamo por dignidad del último trabajo posible que le queda al 45 por ciento de los argentinos que están hoy desocupados o subempleados.
Tampoco ayudan a la comprensión del tema las abundantes imágenes levantadas de los noticieros de televisión y las fotos fijas sobre los episodios del 19 y 20 de diciembre del 2001. La información de prensa consigna que la película comenzó a filmarse antes de la caída del gobierno de De la Rúa, pero el film propone una cuestión en particular –el tren blanco– que, si bien no está desligada de esa circunstancia determinante en la vida del país, tampoco es consecuencia directa de esos días de furia. A su vez, la música enfática que inunda la banda de sonido –Mussorgsky, Haendel, el trajinado Claro de luna de Beethoven– intenta sensibilizar al espectador, como si los realizadores desconfiaran del poder del material que tienen entre manos.
Mucho más fuerte que esa música es, en todo caso, la palabra de estos cartoneros, que viven y trabajan en la calle, que se sienten abandonados –por sus padres, por sus gobernantes, por sus conciudadanos– y que se preguntan, con una sencillez demoledora: “Qué ejemplo, qué futuro les damos a los chicos trabajando así...”.

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