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Espectáculos|Jueves, 25 de marzo de 2004

Un retrato de la Babel del Once que elude todos los lugares comunes

El abrazo partido es el film más logrado de Daniel Burman, quien hace de los actores y el guión sus socios para una película espléndida.

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Hendler es Ariel Makaroff, en conflicto con un padre abandónico.
Por H. B.

“Esta es la galería donde paso la mayor parte de mi vida, y esta es la gente que trabaja en ella”, dice la voz (la cita es aproximada) mientras presenta, con una mezcla de cariño y socarronería, a los integrantes de esa suerte de colmena típica del Once. Una Babel (no por nada, a unas cuadras de allí, una zapatería lleva ese nombre) donde, casi como en un sainete, gente de las más diversas nacionalidades se arracima y convive. Está la bulliciosa familia de italianos, los coreanos “que venden feng shui”, el amigo judío del protagonista –que presta plata en una agencia de turismo–, los bolivianos y peruanos que trabajan como empleados. Y también el protagonista, Ariel Makaroff, que atiende, junto a la mamá, uno de esos bolichitos en los que medias, corpiños y bombachas se amuchan de modo extemporáneo, desordenado y vital.
Allí, en ese comienzo, El abrazo partido define un territorio, una fauna, y también el tono y punto de vista que marcarán el metraje entero de la película, que viene de ganar en Berlín dos de los Osos de Plata más importantes: el Gran Premio del Jurado y el de Mejor Actor para Daniel Hendler. Reconocible protagonista de Esperando al Mesías, Sábado y El fondo del mar (además de aquellos avisos de Telefónica donde hacía de Walter), el uruguayo Hendler se consolida aquí –en un papel menos titubeante que de costumbre– como icono definitivo del nuevo cine argentino. Junto a Hendler, el otro que se afirma es su director, Daniel Burman, cuya cuarta película es la mejor, la primera enteramente lograda. Coproducción con España, Francia e Italia, El abrazo partido tiende a resolver esa eterna disociación entre cine popular y buen cine que parecería constituir todo un karma para el cine argentino. Narrada en una primera persona que favorece la comunicación y sostiene todo el andamiaje del relato, El abrazo partido enfrenta varios riesgos, y resuelve todos bien.
Por un lado, estaba el riesgo del sentimentalismo familiero, inherente a una película en la cual el protagonista vive añorando al padre abandónico (poco después de la circuncisión de Ariel, Elías dejó a la familia para marchar a Israel y combatir en la Guerra de los Seis Días) y donde la madre (Adriana Aizenberg), el hermano mayor (Joseph, típico comerciante de chucherías) y la abuela (la veterana Rosita Londner, sobreviviente de la Shoah) están más que presentes. Ese primer riesgo se ve allanado por la doble visión, entre esperanzada y ácida, que Ariel tiene de su padre y del mundo todo, dando la impresión de aborrecerlo tanto como lo extraña (a ambos). Otro riesgo era el de la tipificación, propia del costumbrismo sainetero que de algún modo informa al film de Burman. Si bien no todos los personajes de salvan de caer en ella (la empleada con la que Ariel libra apurados encuentros sexuales queda apresada en el estereotipo de rubia putona) resulta muy significativo que, en aquella escena inicial, el narrador y protagonista termine incluyéndose a sí mismo en un cuadro que, hasta el momento de su ingreso, podía sonar ligeramente peyorativo.
Espléndidamente actuada (con una brillante Adriana Aizenberg y sorpresas como la del tinelliano Diego Korol), fotografiada a pleno color Once por Ramiro Civita (notable iluminador de Garage Olimpo), chorreando música klezmer por los cuatro costados (aporte de César Lerner y Marcelo Moguilevsky), El abrazo partido logra conmover sin golpes bajos, tanto a través de la problemática filial de Ariel como en el retrato de la abuela o de algún solitario vecino de la galería. La película de Burman sorprende con las fugas con que Ariel intenta mantener el mundo a raya y entrega grandes momentos cómicos, como cierta absurda entrevista con un funcionario de la embajada polaca. O la carrera pedestre con la que dos comerciantes resuelven –en plena esquina de Tucumán y Paso– una deuda incobrable. Alternando con total fluidez lo leve y lo denso, poniéndose siempre a la altura de su ambiente y personajes, narrando con mucha dinámica y sin querer hacerse el vivo, Burman logra consumar una suerte de apoteosis del medio tono. Para ello resulta una pieza clave el escritor Marcelo Birmajer, que en su primer guión cinematográfico logra mantener un mundo, un registro y un reconocible tono asombrado-humorístico-naïf, proveyendo al realizador de un soporte, una cohesión que en películas anteriores le andaba faltando.

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