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Espectáculos|Viernes, 29 de marzo de 2002
“EL ZOO DE CRISTAL”, DE T. WILLIAMS

Una melancolía familiar

En su debut como directora, Alicia Zanca encabeza una puesta bien balanceada del clásico estadounidense. El elenco se luce en su retrato de una familia agobiada por su propia decadencia.

Por Hilda Cabrera
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Claudia Lapacó, Laura Novoa, Claudio Quinteros y Facundo Ramírez evitan los estereotipos.
Autor de títulos cuya sola mención fascinan, y hasta despiertan suspicacia, como sucedió entre quienes descubrieron en Un tranvía llamado deseo una referencia a la homosexualidad, el estadounidense Tennessee Williams (nacido en la sureña Columbus, Mississippi, y bautizado Thomas Lanier Williams) retrata en esta pieza de estructura perfecta, intensa y ligera al mismo tiempo, a una familia en decadencia y sin horizontes claros. Lo que sucede en el escenario es lo que se ha dado en llamar la “memoria onírica” de Tom, personaje de sesgo autobiográfico, al igual que los otros de esta obra. De ahí la discontinuidad en el tiempo y el espacio, aun cuando el lugar en el que se desarrolla la acción sea, básicamente, el departamento de un edificio tipo colmena que Tom compartió en el pasado con su madre y su hermana en una calurosa y húmeda ciudad sureña de Estados Unidos. La narración escenificada de estos recuerdos permite bucear con melancólica ironía en un grupo de seres aparentemente anodinos (un ejemplo es el mismo Tom, empleado de una zapatería que ama la poesía y la aventura) y mostrar de paso la presión cultural y social a la que se ven sometidas las personas grises. En este flashback, que parte de los años de la posguerra y se adentra en los de la Gran Depresión que siguió a la debacle financiera de 1929, las secuencias son enlazadas a un ritmo calmo, pero sólo en lo que respecta a su aspecto exterior.
Por el contrario, los personajes bullen, convulsionados interiormente por un aislamiento emocional para el que no hallan paliativos. En la escritura de Williams son también ellos los que van develando al espectador un universo cotidiano en el que inciden con igual fuerza el desencanto y la necesidad de crear mundos imaginarios. Esto siempre que el público se deje atrapar por los diálogos inteligentes y poéticos de una obra que no tiene un único eje, aun cuando Amanda Wingfield, la madre frustrada en su deseo de grandeza, ocupe en varias escenas el centro de la acción. Autoritaria, pero cómica e incluso tierna en la composición que hace la excelente Claudia Lapacó en esta versión del dramaturgo Mauricio Kartun, no desplaza totalmente el protagonismo que adquiere, en tanto personaje, la silenciosa Laura, la hija en permanente perplejidad, que emplea su tiempo en cuidar las miniaturas de su zoo de cristal y escuchar una y otra vez una misma música (que en este montaje reitera temas cantados por Al Jolson). Ellas son, cada una a su manera, pivotes de escenas, lo mismo que Tom, y, casi finalizando la obra, el energético Jim, compañero de trabajo del hijo poeta que necesita dejar atrás tanto agobio. Todos irán descubriendo para el público algunas de las claves de un grupo humano desesperado. Y esto sin que ningún apunte psicológico detenga la trama ni el autor deje de mostrar nuevas grietas en una historia familiar que no le es demasiado ajena.
Williams instala de pleno al espectador en un microclima donde, como él mismo consigna en las anotaciones que hizo para esta obra, la música forma parte de la narración, de una memoria que resulta, acaso sin quererlo, espejo de la marginación social y de la soledad anímica de una familia empobrecida. De una historia que la actriz Alicia Zanca, directora debutante con esta puesta, respeta en su singular tersura y vivacidad. Considerada una pieza reveladora en su primer estreno de 1944, en Chicago, El zoo... fue éxito mundial luego de su presentación en el Playhouse Theater de Broadway, en 1945. Para los conocedores de la voluminosa producción de Williams, Tom sería a partir de entonces el alter ego del autor, y personaje-símbolo del individuo que necesita liberarse de ataduras, aun sabiendo que eso significa lastimar a los suyos, abandonar, como sucede en la obra, a una madre obsesiva y desesperada ante la falta de futuro para sí y para sus hijos, y a una hermana introvertida, abismal en su tristeza, marcada por una cojera que arrastra desde la infancia, y refugiada en la contemplación y el cuidado de las miniaturas de cristal que dan título a la obra.
La tragedia, si es que se puede usar este término para una obra que no lo es, surge de la certeza de que no existen caminos viables. Circunstancia que se multiplica por el vacío que cada personaje percibe en derredor. La puesta de Zanca, pictórica en lo que se refiere a la escenografía (de Jorge Ferrari), y algo surrealista por el juego de luces diseñado por Gonzalo Córdova, respeta esa diferente manera que tienen los personajes de ver su entorno, sin caer en subrayados ni estereotipos. Así es que Jim (interpretado por Facundo Ramírez), el supuesto pretendiente de la hija tímida, es más optimista que arrogante, porque también él tiene sus instantes de repliegue, diferentes de los de Laura, interpretada con sobriedad y delicadeza por Laura Novoa, y los del atormentado Tom, papel que, entre aciertos, cumple Claudio Quinteros. En este sentido, el montaje que se ve en el acondicionado Teatro Regio mezcla en dosis parejas humor zumbón y soledad interior, puesto que, salvo en contadas escenas, los personajes no logran de los otros la receptividad que desean.

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