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Espectáculos|Jueves, 1 de abril de 2004

Un naufragio con todas las velas

La nueva película de Luis Puenzo es una superproducción argentino-española de la que sólo sobrevive Aitana Sánchez-Gijón.

Por Horacio Bernades
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Aitana Sánchez-Gijón, como una víctima del cáncer.
Vera, escritora española a quien acaban de diagnosticarle cáncer de mama, viaja hasta la Argentina. Sigue el rastro de Lola, una compatriota que, en los años ‘30, acompañó hasta la Patagonia a su amante, Emilio, un fotógrafo que años más tarde terminaría perdiendo la vida, durante la Guerra Civil Española. En Puerto Pirámides, Lola y Emilio se vinculan con Suárez, compositor de tangos ciego y propietario del burdel de la zona. La chica terminará trabajando como prostituta y tendrá algún amorío con la madama bisexual del lupanar. Setenta años más tarde y por una de esas extrañas casualidades, ésta –ya centenaria– compartirá con la escritora una habitación, en el sanatorio en el que acaban de practicarle una mastectomía. Esa cohabitación dará lugar a que un descendiente de aquel compositor ciego –suerte de nieto adoptivo de la ex madama– se convierta en amante de Vera. A esa altura, ésta se ha visto a sí misma reflejada en el espejo de Lola, lo cual le permitirá ser, finalmente, una mujer liberada.
Basta sólo pasar en limpio el retorcido hilo argumental de La puta y la ballena –regreso al cine de Luis Puenzo, una década más tarde de su estentóreo fracaso con La peste– y ya se percibe el mar de traiciones a la lógica, casualidades extemporáneas y arbitrariedades varias en el que este gigantesco mamífero cinematográfico queda varado hasta hundirse, de modo tan lento como inexorable. Verdadera superproducción que en tamaño y derroche recuerda a Gringo viejo, si algo no puede negársele al realizador de La historia oficial es que en su cuarta y más grandilocuente película puso toda la carne en el asador. Sin reparar, tal vez, en el estado en que esa carne se hallaba. Con el sostén de Patagonik (la más poderosa compañía cinematográfica de la Argentina) y la española Wanda Films, La puta y la ballena parece aspirar al grandeur de una película como Africa mía.
Como aquella superproducción hollywoodense del siglo pasado, el último film de Puenzo combina relucientes paisajes de tarjeta postal (el ancho mar y los acantilados de la costa patagónica) con una temática femenina à la page, incrustando en ella ganchos de público (tango, sexo, muchos desnudos), apuntes histórico-políticos que jamás logra integrar a la acción (el anarquismo y reaccionarismo de la época, la Guerra Civil Española) y derrapando con ganas, de lo melodramático a lo folletinesco. Todo suena forzado y gratuito en La puta y la ballena, desde la construcción de unos personajes cuyo único espesor es el del papel, temas y motivos puestos para sintonizar con la época y diálogos declamatorios, explicativos y, en más de un momento, resueltamente kitsch.
La clase de película en la que lo que se luce es la fotografía (gigantesco table-book desplegado por el reputado José Luis Alcaine), el diseño de producción (que incluye una ballena varada, vuelos en cuatrimotor y ejércitos de técnicos y equipamiento), la reconstrucción de época (a cargo de Mercedes Alfonsín) y la música (toda una suite sinfónico-tanguera dirigida por Andrés Goldstein y Daniel Tarrab), La puta y la ballena hace agua en todo lo demás. Girando alrededor de Lola, una chica a la que incluso desde antes de su aparición se le atribuye una enteléquica y unidimensional condición de mujer libre, vital y sacrificial (la española Mercé Llorens no parece la mejor elección para tanta hipérbole) no hay, en ninguno de los dos tiempos en los que la historia se desenvuelve, un solo personaje más creíble o más verdadero que ella.
Apenas se salvan del naufragio la cada día más bella Aitana (a quien le toca lucir un pecho menos), la eterna Lydia Lamaison, el actor catalán Pep Munne y el excelente Oscar Núñez, en el papel de un niño bandoneonista que, ya en su vejez, se resiste a recordar el pasado. A la larga, si algo evoca La puta y la ballena es la lenta, aparatosa pesadez de algún cetáceo agonizante, varado en las orillas de un cine que jamás podrá alcanzar.

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