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Espectáculos|Martes, 6 de abril de 2004
JUAN CARLOS GENE, PROTAGONISTA DE DE “COPENHAGUE”, QUE EMPEZO SU TERCERA TEMPORADA

“Siento que estamos sentados sobre la bomba”

Copenhague arrancó por tercera vez en el Teatro San Martín. La pieza del británico Michael Frayn, de alta exigencia para los espectadores, plantea un debate científico y ético acerca de la energía atómica. Y despierta, según Gené, “un fervor sorprendente. A lo largo de los años se pueden aprender muchas cosas sobre el teatro, pero el público sigue siendo un misterio”, dice.

Por Cecilia Hopkins
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Juan Carlos Gené comenzó su carrera actoral en la década del ’50, pero su nombre se hizo más conocido después de Cosa juzgada.
En 1956, cuando la calle Caminito todavía no había sido “descubierta” por Cecilio Madanes para montar sus temporadas veraniegas de teatro, Juan Carlos Gené ya ocupaba ese espacio para hacer teatro callejero. Años antes, su hermano Enrique –tres años mayor que él, incansable espectador de teatro– le había presentado a Roberto Durán, quien se convertiría en el primer maestro de Gené, bajo cuya dirección debutó profesionalmente a comienzos de los ‘50, en el desaparecido Teatro Comedia, interpretando una pantomima de Pablo Palant. Pero aun antes de hacer teatro en la Boca, con 27 años, Gené ya se había dado a conocer como director y como dramaturgo, con el estreno de El herrero y el diablo, obra que, con el tiempo, fue montada en innumerables oportunidades en todo el país. El reconocimiento masivo llegó en 1969, como autor de televisión, con el ciclo Cosa juzgada, el cual, bajo la dirección de David Stivel y la participación de Bárbara Mujica, Emilio Alfaro y Marilina Ross, entre otros, se mantuvo a lo largo de tres años. “Después del segundo programa que salió al aire se convirtió en un éxito sorprendente –recuerda Gené en una entrevista con Página/12–, y no continuó porque cuando Héctor Ricardo García tomó la conducción del Canal 11, diseñó otro proyecto de televisión en el cual no entrábamos nosotros.” Ya por entonces, Gené desarrollaba una intensa actividad gremial, primero como secretario general de la Asociación Argentina de Actores y, más tarde, como presidente de la entidad. Tiene muy pocos recuerdos, en cambio, de su cargo como director de Canal 7: estuvo menos de dos meses en función, durante el gobierno de Cámpora, en 1973. Tres años después, con el golpe militar, el teatrista debió optar por el exilio, radicándose en Venezuela. Allí fundó el Grupo Actoral 80, un emprendimiento que lo llevó a prolongar su estadía fuera del país. Porque una vez recuperada la democracia, el director decidió continuar en Caracas hasta que el grupo alcanzara su plena madurez. Por esta razón su regreso definitivo se produjo recién en 1993. Un año después, Gené se desempeñó por sólo dos años como director del Teatro San Martín, una gestión que hoy define como “una experiencia tan difícil como gratificante”. Autor de 9 piezas teatrales y un sinnúmero de adaptaciones para cine y televisión tanto en el país como en el exterior, su último trabajo autoral fue El sueño y la vigilia, dirigida e interpretada por él mismo, junto a Verónica Oddó. La puesta de Stefano, de Armando Discépolo, en el Teatro Cervantes fue su última labor de dirección en el país y como actor acaba de reponer Copenhague en el Teatro San Martín, obra del londinense Michael Frayn, estrenada en 2002 bajo la dirección de Carlos Gandolfo.
–Hace dos años, Andrea Stivel, hija del fallecido director de Cosa juzgada, intentó reflotar el ciclo. ¿Por qué no pudo concretarse?
–Cosa juzgada era una ficción sobre hechos reales. Yo escribía los guiones en base a la excelente pesquisa de Martha Mercader, quien traía semanalmente una gran cantidad de casos entre los que yo elegía, tomando en cuenta que los actores se turnaban para interpretar al protagonista cada semana. Pero en estos 35 años que pasaron ha sido tan grande el cambio de la televisión y de la vida misma, que la gente encuentra en la realidad casos imposibles de elaborar, muchísimo más impactantes que los conflictos que creaban los temas de Cosa juzgada en los ‘60. Aquél era un momento determinado del país –el final de una dictadura y un gran proyecto popular en ofensiva– y se conjugó una serie de factores muy poco habitual: la voluntad de un canal de televisión de hacer algo distinto, la magnífica dirección de David Stivel y un grupo de actores notable.
–Hace tiempo dijo haber “transformado el exilio en un hecho de vida”. ¿Cómo fue ese tránsito?
–Efectivamente, ése fue el balance que hice posteriormente. Primero fui a Colombia junto con Stivel, luego pasé a Venezuela, contratado por un canal de televisión. Durante los primeros 4 años, aun cuando me habíaconvocado el Celcit (ver recuadro) no quise dar clases: después de la catástrofe interior sufrida a causa del exilio no me encontraba en condiciones ni de ponerme en contacto con gente joven ni de transmitirles nada. Pero pude sobreponerme: el exilio duró, en realidad, 7 años, pero cuando volvió la democracia decidí quedarme (en total estuve 17 años afuera) y en esto tuvo mucho que ver la formación del Grupo Actoral 80, que el año que viene cumple 20 años de actividad. Aquél fue un tiempo de enorme aprendizaje, una manifestación de vitalidad y creatividad enorme.
–Usted es un estudioso del teatro en Latinoamérica. ¿Continúa esa dramaturgia ofreciendo un perfil común?
–Yo creo que sí. En primer lugar es un teatro que tiene una gran obsesión por la justicia, de profundas tendencias realistas, aun cuando se trate de realismo mágico. Es un teatro que siempre ha bebido en fuentes populares y que está a la búsqueda permanente de una expresión propia. Yo observo que cualquiera de estas características puede aparecer en el teatro de cualquier latitud, pero todas juntas, solamente en Latinoamérica. Las formas que asume esta dramaturgia, en cambio, varían muchísimo. Pero hay otra cosa que distingue a este teatro y es el ser profesional y a la vez no utilitario, hecho en salas inviables económicamente. Existe una ligazón pasional con lo teatral que hace que se estructure una profesión que no le da de comer a su gente.
–Su última puesta fue Stefano, de Discépolo, en el Teatro Cervantes, y hace muy poco montó en Chile El pánico, de Rafael Spregelburd. ¿Cómo decide qué textos llevar a escena?
–Es difícil de explicar, pero cuando leo una obra que me interesa me aparece una respuesta de orden corporal, que me indica que allí hay teatro. Será porque soy actor, pero pienso el teatro como una literatura para el cuerpo, porque el actor es quien hace la lectura semidefinitiva. Entonces, la obra que recibe el público es la traducción que el actor hizo con su cuerpo del texto escrito por el dramaturgo.
–¿Cuáles son los rasgos que usted encuentra recurrentes en su escritura?
–Puedo contestar con algo muy interesante que Agustoni escribió en un trabajo que hizo sobre mi obra. Recuerdo que me definió como un dramaturgo de antros desamparados, de calles y espacios desolados. Claro, hay obras en las que esto no está presente, pero es cierto que hay una gran cantidad de obras mías en las que la espacialidad es muy recoleta y desamparada. Hay una marginalidad que yo frecuento, o mejor dicho, que me frecuenta a mí, porque cuando escribo no tengo la menor idea de dónde voy a ir. La marginalidad tiene mucho que ver con el teatro. Me parece que los grandes protagonistas teatrales son marginales aunque, como Hamlet, sean príncipes. Sin esta condición, pienso que no existiría interés dramático.
–Como actor acaba de iniciar una nueva temporada de Copenhague, obra que asume la forma de un debate intelectual sobre la génesis y utilización de la bomba atómica. ¿Cuáles son, a su entender, las razones del éxito de esta pieza?
–Yo mismo me lo pregunto. Es un texto de una exigencia brutal para el espectador, y esto mismo podría ser una razón para su fracaso. Sin embargo, la gente responde con un fervor sorprendente, muy gratificante. Creo que con los años de profesión uno aprende acerca de muchas cosas pero nunca sabrá nada acerca del público. La pieza plantea el tema de la ética del científico y relaciona ciertas verdades científicas con la vida cotidiana, pero no sé si son éstos los factores decisivos. Tal vez ocurra que la obra nos recuerda una circunstancia en la que estamos todos incluidos... La marcha del mundo actual nos hace sentir que estamos sentados sobre una bomba atómica.

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