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Espectáculos|Jueves, 8 de abril de 2004
ENTREVISTA CON VICTOR HEREDIA, AHORA TAMBIEN NOVELISTA

“Creo que todavía falta debatir”

Alguien aquí conmigo se llama la novela de Víctor Heredia que acaba de publicar Norma. En ella, el compositor se ocupa de Miguel, un personaje víctima del terrorismo de Estado, pero también se interna en las contradicciones de la militancia de la década del ’70.

Por Silvina Friera
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“Siempre tuve cierto pudor por dar a conocer lo que escribía.”
Víctor Heredia no se despide de la música para dedicarse a la literatura. Ahora que acaba de publicar su primera novela Alguien aquí conmigo, editada por Norma, empieza a zanjar una asignatura pendiente que anhelaba concretar: publicar. Oficios complementarios, al fin y al cabo, el cantautor dialogó siempre con su alter ego, con el escritor en las sombras, en los márgenes de la visibilidad, hasta que decidió que era el momento de blanquear a su otro yo. “Tuve cierto pudor con lo que escribía, vergüenza y temor de darlo a conocer, porque no quería confundir la música con la escritura ni que el prestigio de mi carrera musical sirviera como andamiaje o respaldo para lanzarme como escritor, aunque escribo desde los 18 años”, aclara Heredia en la entrevista con Página/12. En esta novela, la cuarta que escribió, pero la primera en ser publicada, se percibe la urgencia de una narración que se sumerge en la piel de una víctima de la dictadura militar. El protagonista, Miguel Artori, un joven militante del Partido Comunista, es sistemáticamente torturado y humillado. “Lo único real es tu propia angustia. Tu dolor. Los espasmos musculares. Y esos lejanos cuchicheos”, lo interpela una voz en segunda persona –la voz de la conciencia o de la muerte–, que opera como la espina dorsal de una historia que transcurre en una mesa de tortura y en un calabozo clandestino.
“Ahora he llegado a este punto: no distingo el Bien del Mal, necesito que me tracen un camino.” El epígrafe de apertura de Alguien aquí conmigo es de Las moscas, de Jean-Paul Sartre. Ese punto al que alude Sartre, en la novela de Heredia se expande. Es no sólo la mesa de tortura y la capucha, que le impiden a Miguel ver a su alrededor, sino también la configuración de una instancia en la que tambalean las coordenadas espaciales y temporales. Este joven mancillado por la picana, por el salvajismo de las voces de sus torturadores (que le exigen delatar a sus compañeros o que lo chantajean cuando le dicen que su propia madre fue la que lo entregó), sólo puede salir de ese infierno y conjurar el suplicio recuperando lo único que no podrán quitarle jamás: los recuerdos de su infancia y su adolescencia. Miguel se revuelve como un gusano por los poros de la memoria, pero nunca para manipular el pasado. Esa regresión, entendida como un mecanismo de defensa, deriva en una transgresión, en la medida en que resulta el único recurso con el que puede fugarse de un presente cada vez más inexorable.
Heredia reconoce que meterse en la piel de una víctima fue el ejercicio literario más arriesgado. Subyacían los ecos y fantasmas autobiográficos –su hermana Cristina y su cuñado está desaparecidos–, y la complejidad de una narración que, después de muchas mutaciones, fue adoptando la voz de una segunda persona, la más difícil a la hora de sostener cualquier relato. “De golpe sentí que estaba escribiendo como si lo hubiera vivido, como si yo fuera Miguel”, confiesa el cantautor y escritor.
–Miguel evoca el impacto que le causó escuchar a los Beatles o sus primeras experiencias sexuales. ¿Buscó apartarse del chiché de la férrea moral del militante de los ‘70?
–Sí, me propuse rehuir de esa militancia de hierro que algunos dicen haber profesado. Si uno tiene en cuenta que muchos de los militantes tenían entre 20 y 28 años, hay que convenir que esa militancia idílica, consciente, aferrada a los códigos herméticos de lo que se supone es una lucha revolucionaria, no existió. Todos volvían a sus casas, a las camas de su mujer, de su novia, de su amor. Se permitían, en el mejor sentido de la palabra, vivir. Creo que la militancia verdadera es la que te obliga a vivir y sentir como un ser humano.
–Más allá de la situación de confusión de Miguel, picaneado y humillado, mientras recuerda cuestiona las estructuras partidarias, especialmente la del Partido Comunista, cuyos dirigentes creían ver en Videla a un militar inofensivo.
–Más que una crítica, quise establecer un debate entre esto que vos estás diciendo, que es lo que piensa Miguel, que cuestiona esa ceguera de los dirigentes, y el conocimiento de los hechos que sucedieron, que pocas veces fueron debatidos. La realidad es que, tanto en este caso como en otros, hubo errores y traiciones. Cada cuadro, desde el partido al que pertenecía, creía que podía ayudar en la lucha. No había una directiva extraordinaria y completa que iba a salvar a unos y devastar a otros. Los que sufrieron las consecuencias de esta situación fueron los jóvenes, porque desde las inocencias de sus vidas, sus bibliotecas o sus ideales se sometieron tanto a la militancia como a la represión.
–¿La regresión a la infancia es sólo una válvula de escape?
–La única manera de escapar al dolor era la sublimación de la militancia y el heroísmo, que creo que no sucedió, y la sublimación de la propia vida, buscar allí incluso las respuestas adecuadas a las razones por las cuales uno está sobre una mesa de tortura picaneado. Lo terrible es que la compañía que se tiene en ese momento es la menos deseada: es ese pájaro negro, la muerte, que te acompaña en la agonía. Volver a la infancia es sublimar la dicha, lo que fue bueno. Y también fue una manera de demostrar lo que a veces se sindica como lo superficial y es, en realidad, lo más valioso. Nos cuesta aprender a ver lo sustancial de la vida y perseguimos algo más profundo, cuando hay relaciones, supuestamente superficiales y graciosas, que para mí son sustanciales, porque son las que forman, las que inician el sentido de la libertad y del desafío de la vida.
–En la novela aborda una cuestión muy estudiada por los sociólogos: la destrucción de la familia en los sistemas totalitarios.
–No es casual que la novela empiece con una duda de parte de Miguel, que piensa que lo denunció su madre, aunque no fue ella. Tampoco es casual que los torturadores sometan a ese calvario a un chico tendido sobre una mesa de torturas. El fin era atomizar a la sociedad y la mejor manera de hacerlo era desde la familia.
–Más allá del actual debate político y cultural, ¿la década del ‘70 sigue siendo un período rico como mundo de ficción?
–Sí, porque los argentinos no hemos ahondado lo suficiente en esta memoria escamoteada. Quizás a partir de algunas actitudes del actual gobierno, pudiéramos recuperarla. Pero no lo vamos a conseguir si no decimos la verdad. Se ha idealizado mucho y cayeron miles de inocentes y los otros, aunque hayan participado en organizaciones armadas, cayeron malamente porque la dictadura sublimó adrede lo que se suponía era el frente popular. Hubiera alcanzado con la cárcel, pero ellos llevaron las cosas al punto de la devastación social, política, cultural y moral. Y lo consiguieron. La recuperación nos involucra a todos y será un gran trabajo social y cultural. La novela ejemplifica algunas circunstancias y propone una visión subjetiva y personal, que ni siquiera siento que me pertenece porque forma parte de lo que escuché, lo que viví y sentí en este país, y que era necesario contar de alguna manera.

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