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Espectáculos|Jueves, 15 de abril de 2004
ENTREVISTA AL NOVELISTA BRITANICO DAVID
LODGE, DE VISITA POR LA FERIA, QUE SE INAUGURA HOY

“Trato de que mis historias sean de una ficción creíble”

Profesor emérito de la Universidad de Birmingham, durante años David Lodge transitó la ficción y la crítica, alternadamente. Es una de las primeras visitas internacionales de la Feria del Libro, donde participará de un diálogo con el público en el stand del British Council. A los 69 años, el autor de Terapia, cuyo estreno teatral mundial fue en Buenos Aires, afirma que ya no es, como en su juventud, un creyente optimista.

Por Silvina Friera
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Lodge no tiene canas. “Es genético. Pero sufro otras penurias. Me estoy quedando sordo. Preferiría las canas.”
A veces, cuando se mira en el espejo, el escritor inglés David Lodge piensa que hay un error fatal de la naturaleza, que a los 69 años es inverosímil que el paso del tiempo no se haya ensañado encaneciendo sus pelos o dibujando extensas arrugas en el borde de los ojos, en el cuello o en la frente. “Es genético; mi familia siempre envejeció sin canas y sin arrugarse, pero lamentablemente sufro otras penurias de la edad. Por ejemplo, me estoy quedando sordo, tengo que usar audífonos y francamente eso me molesta mucho. Creo que sacrificaría mi cabello si pudiera recuperar mi audición”, confiesa, en un tono zumbón, en la entrevista con Página/12. A diferencia de Tubby (personaje que ejerce cierta fascinación desde las páginas de la novela Terapia), un guionista de sitcoms angustiado aparentemente por un irreversible dolor en una de sus rodillas, Lodge no se deprime ni se deja abatir por los problemas estomacales que lo tienen a maltraer desde que llegó al país, el sábado pasado. En las oficinas del British Council, institución que lo invitó a participar de una serie de actividades, entre ellas el diálogo abierto con el público en la Feria del libro (el próximo sábado a las 15.30, en la sala José Hernández), el escritor, acaso uno de los más importantes de la literatura británica actual, considera que la identificación con los personajes de Terapia, que se produjo en esta ciudad a partir del estreno mundial de la versión teatral –adaptada y dirigida por Gabriela Izcovich–, es obra del azar.
Lodge es un pesimista mutante que nunca para de reírse. Profesor emérito de la Universidad de Birmingham, se dedica exclusivamente a la escritura desde que se jubiló. No se sorprende cuando se le comenta que Passmore o Tubby (como prefiere llamarlo él) podría ser un personaje argentino porque es adicto al psicoanálisis y otras terapias alternativas y, además, es un hombre insatisfecho con todo lo que hace y lo que le rodea. “No conocía nada de la Argentina cuando escribí la novela. A pesar de eso recuerdo que cuando estaba investigando leí que Buenos Aires era la ciudad que tenía el porcentaje más alto del mundo de gente que sufría de depresión. Quizás ésta sea la razón por la cual Terapia haya sido adaptada como obra de teatro por primera vez aquí –sugiere Lodge–. Creo que el mal que sufre Tubby es muy generalizado en el mundo desarrollado, especialmente en los países ricos. Pensé que era un tema universal, pero curiosamente parece que cuando las cosas están mal, por ejemplo, en tiempos de guerra, uno no se deprime aunque tenga mucho miedo. Quizás exista algún tipo de afinidad entre mi libro y la atmósfera social y cultural de la Argentina, pero es casual.”
Aunque los críticos casi por unanimidad lo han definido como un optimista incorregible por su tendencia a concluir con “finales felices” muchas de sus novelas, Lodge advierte que está muy lejos de ese católico ortodoxo practicante de sus primeros libros. “Mi propia fe fue cambiando, tambaleando y diría que casi desapareció. Ahora considero a todo el lenguaje de la religión como metafórico y soy consciente de que para muchos esta evolución podría ser considerada como una herejía”, dice el escritor, autor de importantes libros de crítica literaria como El arte de la ficción. No recuerda con precisión el momento en que supo que iba a ser escritor. “Quizás esa ambición apareció a los 15, cuando comencé a escribir cuentos y poemas, con el respaldo de un profesor de literatura de esos que nunca se olvidan. Escribí una novela cuando tenía 18, pero afortunadamente nunca se publicó”, comenta mientras levanta sus tupidas y arremolinadas cejas para subrayar el acierto de no haberse apresurado a publicar. “Puede ser que después de mi muerte se publique, pero le puedo garantizar que mientras viva ese manuscrito jamás verá la luz”, aclara yse ríe con ajustada moderación. “Soy más exigente con la escritura ahora que cuando empecé. Reescribo mucho: cada página la escribo como 20 veces. Recién cuando estoy satisfecho se la doy a otro para que la pruebe, la lea y después le vuelvo hacer algunos pequeños ajustes”.
–¿Por qué apela en sus novelas al desenlace feliz? ¿Acaso tiene una función religiosa, casi redentora?
–Quizá lo de la redención sea verdad. Recuerdo que siempre me sentí atraído por el romance tradicional, el caballeresco o el romance medieval, y me gustan especialmente las últimas obras de Shakespeare en donde las situaciones trágicas se resuelven felizmente. Sí, hay una relación entre mis finales optimistas y la teología cristiana. Sin embargo, prefiero subrayar otro factor. La literatura del siglo XX estuvo dominada por un gran pesimismo y a menudo se presentaba a la gente en estado de desesperanza crónica. Pero no creo que las personas tengan vidas tan extremas, sería injusto castigar a mis protagonistas con un destino desdichado, más infeliz que mi propia vida. Para mí el problema es hacer transitar a los personajes por una experiencia de frustración o de pena, pero sin que se les acabe la esperanza. Porque si alguien realmente carece de esperanza, el suicidio es la única opción. Es un problema literario encontrar un final para una historia que sea verídico, creíble y que satisfaga al lector.
–¿Se puede ser optimista frente a un mundo que plantea amenazas como la del terrorismo?
–No, en este sentido me siento más pesimista ahora. Me preocupa la existencia de los terroristas suicidas porque inmolarse con una bomba es un tipo de contradicción humana. Si no les importa el hecho de morir para lograr un objetivo, al hacerlo niegan el instinto humano fundamental de todos los tiempos, el de la supervivencia. Por lo tanto no veo la forma de detener a esa gente y esto me deprime. Sólo podemos desear que sea un tipo temporal de locura y de irracionalidad.
–¿Se considera un escritor realista?
–Sí, porque no tengo inclinación a escribir fantasía. Trato de que mis historias de ficción sean convincentes y reconocibles en el mundo real. Pero esto es un tipo de ilusión; hay varios dispositivos en mis novelas que revelan que soy consciente de que estoy construyendo una ficción, una característica bastante común de lo que se llama en general “ficción posmodernista”. Quiero darle al lector dos clases de placeres: el placer del reconocimiento y el placer de compartir la construcción artística del trabajo, que entienda cómo se hace una historia, que sienta que es una obra literaria, pero al mismo tiempo una ventana abierta al mundo.
–Sin calificarlo como un escritor joyceano, en algunas de sus novelas aparecen ciertas técnicas narrativas utilizadas por Joyce, como el “pastiche” o la epifanía. ¿Es algo deliberado en su escritura?
–Soy consciente de dónde vienen estas cosas. Joyce ha sido una gran influencia para mí como estudiante, profesor y escritor. Especialmente extraje de él la idea de pegar una historia moderna en una historia pasada. Por ejemplo, en Terapia, cuando establezco un paralelismo entre Tubby y la historia del filósofo Sören Kierkegaard. Superficialmente para nada soy como Joyce, pero he absorbido sus lecciones.
–¿Qué otros escritores siente que le han permitido aprender a escribir?
–En mis primeras obras, Graham Greene y Evelyn Waugh; estos escritores eran mis favoritos cuando era un adolescente. De Evelyn aprendí cómo escribir comedias y de Greene, la manera de trabajar con el lenguaje. El leía sus trabajos en voz alta y escribía las oraciones de una manera que tuviera cierta cadencia. Tenía un cuidado artesanal para hacer que el idioma fuera correcto; revisaba y pulía todo lo que escribía. Ese es el tipo de escritor que siempre quise ser.
–Con novelas como El mundo es un pañuelo, ¡Buen trabajo! y Pensamientos secretos, usted logró que se impusieran las novelas que transcurren en ambientes universitarios. ¿A qué atribuye el interés que ha despertado este tipo de contextos?
–El interés es más pronunciado fuera de Gran Bretaña que dentro. Los campus son pequeños mundos autocontenidos, por eso le puse a una de mis novelas Small World (El mundo es un pañuelo). La BBC me pidió recientemente que tratara de explicar por qué la novela de campus estaba en decadencia en Inglaterra. Pero la ficción norteamericana sigue produciendo novelas interesantes sobre campus universitarios. En otros países sienten fascinación por este tipo de novelas, pero en Inglaterra hay una sensación diferente: ¡oh, no, qué aburrido, otra novela de campus! En mi caso, escribí sobre universidades porque trabajé en ellas. Mi última novela está ambientada en una universidad porque el tema de la conciencia, de la naturaleza humana, de la inteligencia artificial son cuestiones que se discuten y se debaten en las universidades, al menos en Europa.
–¿Extraña el mundo académico?
–No, aunque estuve en él 27 años y fueron los mejores de las universidades británicas. Ahora la vida en las universidades es menos interesante de lo que era antes. No lamento para nada haber estado en la universidad, pero tampoco lamento el hecho de haberme ido.
–¿Tuvo inconvenientes con sus colegas en la universidad por el tono burlón, irónico y satírico con el que desenmascaró cómo funcionan esos pequeños mundos?
–No, pero fui extremadamente cuidadoso y sensato para no caracterizar personajes reales. Elegí varias maneras para dejar en claro que era una ficción, aunque algunos de mis colegas puedan haber pensado que yo presentaba una visión de la universidad que no era muy halagadora. Pero nadie se quejó abiertamente. Las universidades británicas tienen una tradición de tolerancia que les permite reírse de sí mismas. Y cuanto más confiable es una institución, más fácilmente puede absorber el humor y la sátira.
–Sin embargo, suele suceder que hay un divorcio pronunciado entre la Academia y los escritores. ¿Cómo es esto en Gran Bretaña?
–Varios escritores de mi edad empezaron a trabajar en las universidades en la década del ’50. Algunos de esos escritores abandonaron la universidad tan pronto como pudieron. Pero yo me quedé y pude mantener ambas actividades, que nunca entraron en conflicto. Escribir una novela es una empresa que insume mucha ansiedad, porque uno no sabe si va a funcionar. No me hubiera gustado estar escribiendo todo el tiempo ficción. Escribir crítica es un poco más fácil, porque uno reacciona ante algo que ya está ahí. Para mí era útil mantener estos dos tipos de escrituras alternadas.

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