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Espectáculos|Jueves, 27 de mayo de 2004

A gozar que llega la Era del Hielo

El día después de mañana, de Emmerich, muestra un desastre climatológico y evita los peores pronósticos cinematográficos.

Por Horacio Bernades
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Las imágenes digitales de El día después de mañana hacen vivir la destrucción total como espectáculo.
Los hielos de la Antártida se parten. Nieva en Nueva Delhi, mientras en Tokio cae granizo del tamaño de pelotas de béisbol y en Nueva York las olas compiten en altura con los rascacielos. Como efecto paradójico del calentamiento global, el planeta Tierra se asoma a una nueva Edad de Hielo. Y todo por culpa de la emisión indiscriminada de carbono y la sobreexplotación irresponsable de los recursos naturales, que han puesto a la humanidad al borde del desastre climatológico final. Tal vez la primera muestra de cine catástrofe con metatexto ecológico, lo bueno de El día después de mañana (que se estrena en la Argentina el día antes al de mañana, cuando se la verá en Estados Unidos) es que tanto desastre global puede ser excitante y hasta divertido, sin dejar de hacer sonar una advertencia y evitando que ésta se vuelva pesadamente admonitoria. Algo así como “A gozar con el fin del mundo que, total, todos sabemos que no va en serio”. ¿O sí?
El día después de mañana despertaba lógicos reparos, por venir del director de Día de la Independencia, Godzilla y El patriota (para no hablar de Soldado universal o Stargate). Sin embargo, aquí el alemán Roland Emmerich logra lo que parecía imposible: aliviar pesadeces, atenuar mecanicismos y hasta –lo más insospechable de todo– borrar anteriores patrioterismos. Que el protagonista no sea Mel Gibson (como en El patriota) o un superheroico presidente estadounidense (como en Día de la Independencia), sino el siempre liviano Dennis Quaid, es ya un indicio de que la cosa viene mejor esta vez. Como es de rigor en el cine catástrofe, el protagonismo es múltiple aquí. Ya que, se supone, la humanidad entera es la verdadera protagonista. Quaid es Jack Hall, paleoclimatólogo. Lo cual quiere decir que el tipo se especializa en el estudio climático de épocas pasadas. La Edad de Hielo, entre ellas. Una serie de datos del presente hacen pensar a Hall que el calentamiento global podría dar paso, en un plazo de 10 a 20 años, a una nueva glaciación y avisa de ello durante una conferencia a la que asiste el vicepresidente estadounidense. El funcionario, exhibiendo una irresponsabilidad absoluta, no le da ni bolilla: todo indica que estamos ante un nuevo caso de esa extravagancia de la época, la superproducción hollywoodense políticamente crítica, de la que Troya podría ser la primera muestra.
La mala noticia (o la buena, que para eso ve uno esta clase de películas) es que Hall se equivocó. La nueva Edad de Hielo no sobrevendrá dentro de 10 o 20 años, sino ya mismo, en días más, como lo demuestran las temperaturas heladas en el Mar del Norte, los espantosos ventarrones que asuelan Los Angeles o ciertos cambios en la troposfera, que vaya a saber lo que es. Unas escenas más adelante, el hijo de Hall, Sam (Jake Gyllenhaal), quedará atrapado en la Biblioteca Pública de Nueva York junto con algunos amigos y centenares de paseantes. Todos ellos se han refugiado de un maremoto de dimensiones tales que termina con un barco ruso varado en las calles de Manha- ttan sur. Los que quedaron afuera, en medio de la nieve que sube casi hasta lo alto de los edificios, se congelan en cuestión de segundos. Unos kilómetros más allá, a la Estatua de la Libertad se la ve enterrada en el hielo, con kilos de estalactitas colgándole de los brazos.
En términos de espectáculo, El día después de mañana es casi perfecta. La digitalización permite presenciar el espectáculo de las olas de varios centenares de metros abriéndose paso por Manhattan, tanto como un chapón al vuelo que, en pleno centro de Los Angeles, arrasa con un pobre movilero del noticiero de Fox. Conviene aclarar que, como la película fue producida por esa cadena, ése es el único canal de noticias que la gente ve aquí. Con la única excepción de un diálogo sobre el final –en el que el doctor Hall baja línea ecologista como si nadie hubiera estado viendo la película–, no deben lamentarse en la película de Emmerich mayores desperfectos dramáticos. Y hay buenas pinceladas de humor. Sobre todo cuando el presidente de Estados Unidos promete condonar la deuda externa latinoamericana en pleno, si es que los países del continente –que, como todos los del Tercer Mundo y en una suerte de vendetta climática, no sufrieron la congelación– permiten el ingreso de la aterida población yanqui. Sólo faltaría que en ese momento alguien dijera “Yanquis, go home!” para que el mensaje de Día de la Independencia quedara exactamente invertido.

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