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Espectáculos|Martes, 1 de junio de 2004
RAFAEL CURCI, DOCENTE Y TITIRITERO

“Si el títere está bien movido, se come la escena”

Su obra El niño de arena se estrenó en el Cervantes, con dirección conjunta de Omar Alvarez. Rafael Curci estudió con Ariel Bufano y pasó por el Grupo de Titiriteros del San Martín, y afirma que la excelencia de un buen titiritero se advierte cuando el títere parece tener vida propia.

Por Cecilia Hopkins
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Que la existencia está compuesta de ilusiones y mareas –es decir, de sueños, pero también de amenazas de naufragio–, ésa es la idea sobre la cual se asienta el poético devenir de El niño de arena, obra de Rafael Curci que se ofrece en el Teatro Cervantes con dirección de Omar Alvarez y el propio autor, también titiritero y pedagogo. La historia del niño nace del juego de un muchacho que pasa un día de playa, entretenido en armar figuras de arena. Y continúa con el viaje del hombrecito a las profundidades del mar y su posterior enamoramiento de una sirena. A cargo de Claudio Alvarez, el exigente trabajo (solista y sin texto) se apoya sobre las pautas sonoras de la banda compuesta por Gustavo Spatocco, la cual describe no sólo el ámbito donde transcurren los hechos sino también las reacciones y ciertos aspectos de la interioridad de los personajes. Austeras por propia decisión, las puestas de Curci están concebidas desde la decisión de no escenificar todas y cada una de las instancias del relato, para no relevar a los chicos de la tarea de completar ellos mismos la narración que se les ofrece. Lo mismo sucede con El soldadito de plomo, versión homónima del cuento de Cristian Andersen (para la cual Alfredo Alcón prestó su voz), espectáculo que desde hace dos años realiza giras por Europa y Asia. Especializado en trabajos solistas, el autor también escribió teatro de títeres para adultos, como El ángel terminal y una singular versión de Muñeca, de Armando Discépolo. Para su próximo proyecto –El viento entre las hojas, la historia de una viuda que espera el regreso de su hijo–, Curci contará con la colaboración de Norma Aleandro. Entretanto alterna su labor titiritera con la de editor y guionista de Mikilo, revista de comics que presenta a un superhéroe criollo cuyas aventuras se inspiran en mitos y leyendas argentinas. Nacido en Uruguay y radicado en el país desde los 11 años, Curci dio sus primeros pasos en la profesión a comienzos de los ‘80. Poco después, luego de trabajar en el taller-estudio de Ariel Bufano, pasó a integrar el Grupo de Titiriteros del Teatro San Martín, junto a quienes formaron el grupo Periférico de Objetos: Ana Alvarado, Daniel Veronese, Román Lamas y Emilio García Wehbi.
Una prueba de la excelencia del titiritero es, para Curci, que el espectador no repare en su presencia. Porque –como afirma en una entrevista con Página/12– “si el títere está bien movido, se come la escena”. Este hecho no representa, sin embargo, una instancia fácil de alcanzar: se necesitan saberes específicos para oficiar de titiritero, aunque una fuerte dosis de didactismo se trasunte en el trabajo de tantos actores que intentan encontrar en plazas y escuelas una fuente de trabajo independiente. También la crisis deja sus marcas en las salas dedicadas al teatro para niños. Si bien es cierto que hay gente que nunca entró a una sala teatral y otra que ha dejado de ver espectáculos por motivos económicos, hay un público que se ha ido embruteciendo. Porque, según observa el artista, “desde hace unos diez años a esta parte se asiste a la pérdida del código de las convenciones teatrales: hay quienes que, porque pagan una entrada, se creen que sus hijos tienen el derecho a comportarse como si estuviesen en un pelotero”.
–Pareciera que el autodidactismo es muy común en esta actividad. ¿Cómo debería ser la educación artística de un titiritero profesional?
–Yo creo en la formación integral del titiritero, que sepa dibujar y modelar, que conozca de música y sepa leer con sensibilidad un texto. No son las mismas pautas que existen para la formación de un actor, porque el titiritero no encarna a un personaje sino que realiza un acto de posesión y disociación al mismo tiempo porque, al ver a su personaje, tiene una conciencia absoluta en el acto de interpretación. El titiritero acentúa los rasgos más potentes de su criatura hasta encontrar una caricatura dramática. La voz del títere nunca es una voz natural porque ese personaje no habita el campo de lo real. La voz suele reproducir los juegos infantiles, acentuando los rasgos del personaje arquetípicos, sea una bruja, un ogro o un caballero.
–¿Cómo pueden prevenirse los clichés?
–Una cosa es tipificar, es decir, tomar los rasgos más salientes de un personaje y acentuarlos. Y otra es buscar el cliché, que consiste en trabajar sobre lo lineal y banal, reiterando esquemas permanentemente. Esto está muy instalado, como otros recursos destinados a llegar rápidamente al chico para hacerlo saltar y que participe. En cambio, si se elige el camino de la emoción, ahí no se puede usar ningún gancho. A mi entender, hay que recuperar las historias y usar la posibilidad de fascinar con el poder simbólico que tiene el títere, que atrapa con un lenguaje que no es el del actor, ni el del mimo o de los comediantes de máscaras. Porque para llegar al símbolo del títere, a la metáfora que nos plantea, hay un gran trabajo sobre la plástica, la interpretación.
–Desde hace unos años –con la aparición del grupo Periférico de Objetos, concretamente–, se viene desarrollando el teatro de objetos. ¿Cuáles son sus particularidades?
–El teatro de objetos es aquel que se basa en la manipulación de un objeto cualquiera –un plato, un atado de cigarrillos, una cafetera– y que, una vez puesto en una situación dramática, revela un aspecto que es diferente del cotidiano. Y de esa manipulación, cada espectador sacará sus propias conclusiones. Los objetos, entonces, son movidos en base a una poética personal y los títeres que, en general, tienen rasgos humanos, responden en cambio a una dramaturgia más convencional.
–¿Los titiriteros suelen plantearse cambios en el teatro de títeres para niños?
–Los chicos tienen una memoria y una atención visual distinta de las que tuvimos nosotros, y esto exige un replanteo del discurso escénico. Los titiriteros no podemos decir: “Pero estos chicos están terribles... así no se puede trabajar...”, y quedarnos en la queja. Porque los tiempos cambian y los mensajes también deben ser modificados. Con su conducta, con su indisciplina, incluso, los chicos están enunciando que necesitan cambios. Hay que estar atentos, porque nos estamos volviendo sordos a estas señales: el sistema educativo no contempla estas nuevas necesidades porque ni la vida ni la familia que suelen retratar los espectáculos infantiles son reales. La finalidad del teatro para chicos es ofrecerles no una vía de escape sino herramientas que les sirvan para comunicarse, expresarse y reconocerse.

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