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Espectáculos|Jueves, 9 de septiembre de 2004
“LA MINA”, SEGUNDA PELICULA DE VICTOR LAPLACE

Nada de lo que reluce es oro

Por H. B.

Mezcla de grotesco actuado a los gritos con alegoría política de obviedad casi insultante, tiznada por toques de comedia negra que se dan de patadas con la intención de “dar un mensaje” e incursionando en un feísmo tan extremo como involuntario, La mina es una de esas películas que mueven a preguntarse sobre el funcionamiento del fondo de fomento cinematográfico en la Argentina. Sobre todo, al estrenarse en la misma semana en que Los muertos, riguroso opus dos del realizador de La libertad, se ve obligada a recurrir a una única sala, ubicada fuera del circuito comercial. Se podrá alegar que la segunda película de Víctor Laplace recibió premios en festivales (Biarritz y Marsella), pero en tal caso La mina demuestra que los premios están lejos de ser infalibles.
Laplace es don Sebastián, un viejo obstinado casi hasta la sinrazón. A pesar de que ya hace años que la empresa extranjera que la explotaba la cedió por agotamiento, don Sebastián sigue yendo todas las mañanas a la antigua mina de oro aledaña a un pueblito, convencido de que todavía puede haber oro allí. El y el Turco (Norman Briski) quedaron a cargo de la mina, uno como operario y el otro como empleado administrativo. La hija de don Sebastián, Juana (Eleonora Wexler), trabaja como enfermera en el dispensario del único bar del pueblito, que es a la vez un burdel. Lo administra doña Leonor (Haydée Padilla, que parece a punto de convertirse en la próxima Margotita) y hasta allí lo traen en camilla a Ricardo (Jean-Pierre Noher), funcionario venido desde Buenos Aires, que acaba de caer en una trampa.
Esa trampa es uno de los escasos modos de subsistencia de los habitantes del lugar, que cavaron un pozo para que los autos caigan en él, con la intención de despiezarlos. Daría la impresión de que los guionistas acabaran de ver The Cars that Ate Paris, ópera prima de Peter Weir, que partía de una premisa sospechosamente parecida. Lo que no se parece en nada a aquel film son los toques escatológicos aportados por los trastornos intestinales del Turco –que Briski traduce en estertores homéricos–, el desbarajuste actoral (que convierte a La mina en un campeonato de gritos y rictus), el tono indeciso entre la farsa televisiva y el drama teatral, el abuso de grandes angulares y la épica humana que deriva en una de las más toscas alegorías políticas que se tenga memoria.

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