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Espectáculos|Domingo, 17 de octubre de 2004
CAFE TACUBA Y DIVIDIDOS SE LLEVARON LOS APLAUSOS EN EL QUILMES ROCK

El regreso de la aplanadora del Oeste

Frente a 20 mil personas, Ricardo Mollo, Diego Arnedo y el nuevo baterista Catriel Ciavarella tuvieron un contundente retorno a los grandes estadios. Los mexicanos hechizaron hasta a los ajenos.

Por Esteban Pintos
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Divididos abrió su noche con un clásico de Sumo: Crua Chan.
La imagen de Muhammad Alí luego de noquear a Sonny Liston en febrero de 1964 presidió el escenario durante el demoledor show con que Divididos cerró la sexta jornada del festival Quilmes Rock 2004. Una bandera que alguien le alcanzó a Ricardo Mollo trajo consigo esa foto inmortal, la de la pose desafiante y ganadora del campeón peso pesado: así fue lo que el trío-aplanadora concretó durante una hora veinte de música a todo volumen, impecablemente ejecutada, con pasión y precisión únicas. Una demostración de fuerza incomparable para el estándar sonoro del rock argentino. El debut en un gran escenario del joven baterista Catriel Ciavarella –tan contundente como exhibicionista– aportó novedad a un set integrado por infalibles canciones de todas las épocas del grupo, mérito del dúo Mollo-Arnedo. En una noche cálida y húmeda, con unas 20.000 personas repartidas entre campo, platea y populares de la cancha principal, más aquellos nómades que emprendían el camino que conducía a los escenarios secundarios, el doblete de cierre no podía ser mejor ni demostrativo de la fuerza de dos tipos diferentes de idiosincrasia rocker.
Después del gran show de Café Tacuba, quienes supieron encandilar a la multitud con su gracia y calidad (incluso a los impacientes que cada vez que podían empezaban con eso de “Escúchenlo, escúchenlo, la aplanadora del rock and roll...”), la aparición de Divididos anticipó sobre el gigantesco escenario de Ferro la tormenta eléctrica que más tarde se desataría sobre Buenos Aires. Crua Chan desató el vendaval que recién acabó con el último acorde de Azulejo, pasada la medianoche. En el medio, pasaron una tras otra, casi sin respiro, granadas de mano tales como El 38, Salir a asustar, Rasputín, Qué tal?, Alma de budín, El arriero y por supuesto, Aladelta y Cielito lindo, con su ritual de gigantesco pogo que –retirado el acto de los Redonditos de Ricota y sus fans en Ji Ji Ji— lidera cómodo el ranking de movimiento descontrolado del rock local.
A mitad de la demolición, el trío recuperó para el gusto público dos gemas perdidas del notable La era de la boludez, Cristóforo Cacarnú e Indio dejá el mezcal, dos reggaes de clima brumoso, arrastrados y, en estas particulares versiones, potenciados por el golpe profundo de bombo y redoblante del joven baterista. Para él, fue una noche de símbolos: su aparición en escena, abrazado junto a sus dos veteranos compañeros y delante de una multitud que rugía, debe haber quedado grabado en su memoria de pibe-que-debuta-en-estadio-grande. Su performance no dejó dudas: si éste es el camino que tomará Divididos de ahora en más, un poco más lejos de las experimentaciones sonoras y los climas ambient-andinos de hace un par de años y más cerca del estruendo, Ciavarella es el hombre correcto en el tiempo preciso. La nueva formación viene de una sucesión de shows en espacios más bien pequeños, donde la descarga de electricidad que emana del escenario es aún más mayor; pero en un escenario grande y al aire libre, no tuvo problemas en copar la noche porteña del barrio de Caballito.
Veinte minutos antes de las nueve de la noche, Café Tacuba había arrancado su set en medio de cierta indiferencia general, parte de las desventajas de un festival multioferta (que incluye, además, un constante problema de sonido, a veces bajo, a veces llevado por el viento, rebotando sobre la estructura de la platea techada del estadio). La gente camina, habla por teléfono, come un pancho, busca amigos, descansa en el piso, se sienta en las tribunas, mientras los artistas pasan. Claro que estos no eran cualquier clase de artistas. El número internacional más importante del festival, por calidad y actualidad, venía de dejar una huella en el público festivalero con su performance de 2003 en River. Ahora venían por más. La valla, más alta: un estadio más grande, y la sombra de la “aplanadora” y sus impacientes fundamentalistas, les plantearon un desafío. Los pronósticos, a su favor. Y, finalmente, confirmaron la presunción.
Donde pasa Café Tacuba, nadie permanece indiferente ni dejará de hablar bien de ellos, aunque no los haya escuchado nunca hasta entonces o no le interese lo que hacen. Así son estos cuatro notables performers mexicanos, que ofrecieron otra clase magistral de psicodelia indigenista. Basados en las canciones de Cuatro caminos, pero sin olvidar otras de discos anteriores, ofrecieron un show de poco más de una hora a todo ritmo y gracia. Algo en ellos, que supera incluso su alto nivel de interpretación, hace que se pongan cualquier público en el bolsillo luego de unos minutos. Mucho tiene que ver el carisma escénico del pequeño Rubén Albarrán, ahora bajo el alias de Sizu Yantra: había que verlo en la inmensidad de ese escenario, hechizar a la multitud con sus gestos, poses y movimientos que ninguna coreografía podría igualar siquiera. Pero sería injusto recaer exclusivamente en él para entender el impacto tacubo: esta vez, además, el show tuvo momentos de intimidad inesperados para un ámbito como en el que se desarrollaron (La soledad, a pura voz y contrabajo, cantada como en un susurro) y el numerito final de la coreografía teen-pop que nunca falla (en Déjate caer, intenso cover del hit de los chilenos Los Tres). El próximo viernes 22, el público porteño tendrá la oportunidad de disfrutarlos en un lugar más íntimo, La Trastienda, y de volver a comprobar esa calidad que sitúa a Café Tacuba como una banda de primera línea del rock global.

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